Semántica lingüística y semántica psicoanalítica

Semántica lingüística y semántica psicoanalítica [1]

¡El que tenga algo que decir,
que se adelante y calle! 

Karl Kraus

Dice Lacan que hay un conjunto de fenómenos en los que los psicoanalistas han aprendido “a encontrar el secreto del síntoma, dominio inmenso anexado por el genio de Freud al conocimiento del hombre y que merecería el título propio de ‘semántica psicoanalítica’: sueños, actos fallidos, lapsus del discurso, desórdenes de la rememoración, caprichos de la asociación mental, etcétera”.[2]

En lo que sigue, se expondrán algunos puntos de convergencia entre dos órdenes de significancia: la semántica lingüística y lo que Lacan denomina “semántica psicoanalítica”.

En una de sus obras capitales, Freud habla de las razones del trastrabarse. Pensar distinto a lo que uno manifiesta se traduce a veces en trocar lo que uno querría decir por su opuesto, lo que no hace sino revelar un proceso de autocrítica equivalente al juicio de condena; de tal manera que a veces “la equivocación en el habla pone al descubierto la insinceridad interior”.[3] Se trata en psicoanálisis de dilucidar sentidos en “las divagaciones nunca tan permitidas a la salida de una boca como en los lapsus nunca tan ofrecidos a la abertura de un oído”.[4] Sojuzgamiento (juicio de condena) y lapsus en tándem sintomático.

Las omisiones por olvido delatan también motivos que han sido sigilados. El propósito de hacer o decir algo que finalmente se olvida, muestra un proceso subyacente: en el lapso que va del propósito a su olvido “es muy posible que sobrevenga una alteración de los motivos, de modo tal que el designio no llegue a ejecutarse; pero en este caso no es olvidado sino revisado y cancelado”.[5] Esta inspección segunda de la intención original que desemboca en la anulación del propósito (disimulada como olvido), conduce a lo que Freud llama causas no consabidas ni confesadas.[6] Decir inconfesado en este caso concreto es referirse a un silencio que filtra lo que para el sujeto es inadmisible y que emerge transfigurado en olvido.

No obstante, lo así disimulado se hace notar por otros medios. Lo que a fuerza de eludirse acaba por señalarse con más fuerza, denuncia una fijación del sujeto, y toda coagulación subjetiva, por decir así, “es ante todo estigma histórico: página de vergüenza que se olvida o que se anula o página de gloria que obliga. Pero lo olvidado se recuerda en los actos, y la anulación se opone a lo que se dice en otra parte”.[7]

Lo mismo vale de estas intenciones no confesadas para los casos donde una impericia es mantenida reiteradamente.[8] También se revela lo inconfesable mediante acciones sintomáticas: “confesión por acción fallida”, las llama Freud. Una “comunicación pantomímica” de este tipo se narra en el caso Dora: el jugueteo de la paciente con una carterita escenifica la masturbación. “El que tenga ojos para ver y oídos para oír se convencerá de que los mortales no pueden guardar ningún secreto. Aquel cuyos labios callan, se delatan con las puntas de los dedos; el secreto quiere salírsele por todos los poros”.[9]

De modo que una dramatización silente es sintomática en la medida que pueda leerse como escritura cifrada. Sobre el mismo asunto, Lacan dirá que “el análisis se distingue entre todo lo producido con el discurso […] por enunciar lo siguiente, hueso de mi enseñanza: que hablo sin saber. Hablo con mi cuerpo, y sin saber. Luego, digo siempre más de lo que sé. Con ello llego al sentido de la palabra sujeto en el discurso analítico”.[10]

Recuérdese que lo que en el discurso corriente se considera una equivocación (errores al escribir, omisiones por olvido) es acierto para el psicoanálisis. Lo que el plano consciente cataloga como pifia es, desde la óptica inconsciente, un trozo de verdad. De ahí que Lacan afirme que “todo acto fallido es un discurso logrado”.[11] Al hablar o al escribir, los (supuestos) errores pueden denunciar lo que en principio debería quedar oculto, secreto.[12] Lo mismo vale para las comunicaciones pantomímicas que expresan silenciosamente lo que de otro modo permanecería absolutamente mudo. Luego entonces, hay también un silencio sobreentendido alrededor de estas cuestiones que –por considerarlas de bajo perfil– obstruye su cabal esclarecimiento. En conjunto, “el discurso del error” o “su articulación en acto” dan “testimonio de la verdad”.[13]

Un mecanismo eficaz para la burla del juicio crítico es el que posibilita el chiste, sutil forma de velar lo que –sin decirlo– queda expresado; citando a Lipps, Freud escribe que “el chiste dice lo que dice no siempre con pocas palabras, pero siempre con un número exiguo de ellas. […] Y aun puede llegar a decirlo callándolo”.[14] Es así como el chiste facilita la expresión de lo que en otros casos se silenciaría por sucumbir a la inhibición que impondría un juicio crítico. Es, diríamos, un silencio refractado por cuanto cambia la trayectoria del sentido que –disimulado en la expresión, en la proferición del chiste mismo– se revela hasta entonces oculto.

En la transcripción de una de las conferencias de Freud, hay un par de líneas que acaso sirvan para ilustrar la discreta alusión a lo que no puede decirse que todo chiste entraña: “Justamente eso que ella quería insinuarle apenas, porque en verdad a toda costa debía callarlo…”.[15] Se trata de una significación evocando otra, mecanismo presente en toda alusión.[16]

Fue, precisamente, a partir de un chiste (lo que minimiza la influencia que la obra de Rank tuviera en el fundador del psicoanálisis), que Freud aprehendió la conjetura de que el nacimiento es fuente y modelo de la angustia: un joven médico, compañero suyo, relata lo que una partera contestó a una pregunta de examen acerca del significado “de que en el parto apareciese meconio (alhorre, excremento) en el agua del nacimiento, y ella respondió sin vacilar: ‘Que el niño está angustiado’. Se rieron de ella y la reprobaron. Pero yo, calladamente, tomé partido por ella y empecé a sospechar que esa pobre mujer del pueblo había puesto certeramente en descubierto un nexo importante”.[17] De modo que Freud no comparte el carácter cómico de la situación y –en silencio– extrae otra conclusión de la anécdota. Perspicito tacitus quid quisque loquatur (Analiza en silencio lo que otro diga), aconseja la máxima latina.[18]

Si callando puede decirse algo, es más significativo aún que lo dicho ponga “de relieve algo oculto o escondido”.[19] De modo que un silencio puede significar el sentido abscóndito de otro silencio. El chiste no transvasa entre dos callares sino una sustancia hecha de sentido. Pero la significatividad (si así pudiera decirse) del sentido primero –el escondido u oculto– es producido por el sentido manifiesto que el chiste calla diciéndolo. Decir “sentido primero” sólo busca acentuar la retroacción en que éste se produce. Así, lo que el chiste expresa (lo oculto y lo manifiesto) constituye la emergencia de un sentido único.

La aparente contradicción del sintagma “decir callando” evoca la afirmación freudiana de que toda experiencia presenta dos aspectos y, por tanto, todo nombre tenga quizá un doble significado, lo mismo que para todo significado hay tal vez dos nombres. Freud asienta que clamare en latín es “gritar” mientras clam significa “silencioso”, “callado”; stumm es también “callado”, “mudo” en alemán, mientras Stimme significa “voz”. Decir en inglés “without voice” significaría, literalmente, “con-sin voz”, siendo esta última una locución muy cercana en intención a lo que expresa “callar diciendo”.[20]

Para abundar en lo antedicho, recuérdese que Oswald Ducrot opone diversas posturas sobre la función esencial de la lengua para reflexionar sobre el papel del silencio entre los actantes de un dispositivo analítico.[21] Según la concepción lingüística decimonónica –la llamada comparatista–, el acto de habla vehicula un pensamiento que busca explicitarse. Partiendo de esa perspectiva, el uso del habla “como medio de intercomprensión, no es considerado […] más que como un efecto secundario”.[22]

La perspectiva psicoanalítica es distinta: un pensamiento se expresa en el habla a pesar de sí mismo; tampoco hay entre sus actores “intercomprensión” pues la relación es ahí transubjetiva. Pero es interesante el punto de vista de que la noción clásica de comunicación como fin esencial de la lengua pasa a ser secundaria, puesto que el analizante comunica un saber que trasciende a lo que en principio quiso transmitir. Dice Lacan que “lalengua sirve para otras cosas muy diferentes de la comunicación. Nos lo ha mostrado la experiencia del inconsciente, en cuanto está hecho de lalengua, esta lalengua que escribo en una sola palabra, como saben, para designar lo que es asunto de cada quien”.[23]

También desde el psicoanálisis se cuestiona que el fin último de un diálogo sea el reconocimiento recíproco de los individuos. Del in-dividuo (psicológico, filosófico; conciencialista, en suma), al ya-dividuo (psicoanalítico, sujetado a lo inconsciente), pasando por el malentendido intrínseco a cualquier intercambio de palabra, queda descartado el reconocimiento intersubjetivo. Verdichtung es la palabra con la que se designa “la ley del malentendido”.[24]

En efecto: “si la comunicación se aproxima a lo que efectivamente se ejerce en el goce de lalengua es porque implica la réplica, dicho de otra manera, el diálogo. Pero, ¿lalengua sirve primero para el diálogo? Como lo articulé en otros tiempos, nada es menos seguro”.[25] Como ejemplo de lo anterior, piénsese en algún acto del lenguaje (interrogar, por ejemplo) para hacer evidente que en el dispositivo analítico hay una serie de hechos tácitos entre dos sujetos cuya relación no necesariamente implica el mutuo reconocimiento. Del silencio del analista no se infiere que éste avale lo que escucha (eso implicaría ya una cierta dimensión de reconocimiento), tampoco enjuicia lo que se le dice ni pontifica sobre lo dicho. Y aunque en términos sociales muchas veces es necesario “expresar determinadas cosas, y a la vez hacer como si no se hubieran dicho; decirlas, pero de tal manera que se pueda negar la responsabilidad de su enunciación”,[26] el analista no desconoce que esa coartada (la de negar su responsabilidad al intervenir) le está vedada. Y sin importar que “la enunciación en su totalidad es un proceso vacío que funciona a la perfección sin que sea necesario rellenarlo con las personas de sus interlocutores”,[27] de su condición de sujeto de la enunciación (esa posición desde la cual se dice lo que se dice) el analista es absolutamente responsable.

Ducrot habla de un decir que pueda negar la responsabilidad de su enunciación. El analista, sin evadir su responsabilidad por lo que dice o calla, “disimula” su enunciación (al intervenir, por ejemplo, de un modo críptico, oracular) para que el despliegue del guión fantasmático sea responsabilidad del analizante (“no soy yo el que ha dicho lo que ambos hemos oído; hágase cargo de su palabra”, dice sin decirlo el analista); es así que no podría dejar de hacerse responsable de los efectos que esa enunciación (explícita o tácita) tiene, entre otras cosas, porque el deseo del analista causa en gran parte lo dicho por el analizando. Las consecuencias del callar del analista lo hacen tan responsable como de aquello que enuncia explícitamente, porque los efectos de un silencio “son tan decisivos como los de una palabra realmente pronunciada”.[28] Si calla (haciendo de la neutralidad un cálculo) o decide hablar, siempre será en función de la cura que dirige.

Ahora bien, siendo importante que el analista no transija con las demandas que le son dirigidas (el silencio es una vía para ello), también hay que señalar las ocasiones en que, según la expresión de Gerard Pommier, se debe “soltar lastre”:[29] para no responder a la demanda de proporcionar aquello que equivaldría a la completud, el analista suelta lastre cuando interviene sólo para “preservar el narcisismo del analizante, en un momento en que no está listo aún para abandonar una identificación alienante. […] el analista no puede mantener el silencio más allá de cierto punto sin que el narcisismo del analizante resulte más o menos gravemente amenazado”.[30] De no transigir en algún sentido con la demanda a él dirigida, el analista corre el riesgo de provocar la frustración que llevaría a la ruptura con el analizante: “ciertas demandas necesitan una respuesta y negarse a ellas invalidaría cualquier posibilidad de análisis. Aunque prefiriese no tener que hacerlo y avanzar sin titubeos, el analista debe ‘soltar lastre’”.[31]

Lacan opina de muy distinta manera en lo relativo a transigir con la demanda del analizante para no frustrarlo: “el analista es aquel que apoya la demanda, no como suele decirse para frustrar al sujeto, sino para que reaparezcan los significantes en que su frustración está retenida”.[32] Esto es: se condesciende a la demanda no para frustrar al sujeto con una no respuesta, sino para que, en ese fondo de vacío que el silencio aporta, vuelva a escenificarse aquella frustración que precede a la que ahí se actualiza.

Que haya frustración en quien no recibe acuse alguno, vaya y pase. La dificultad técnica estriba en precisar qué tipo de respuesta sería la que evita la ruptura e insta a la reaparición de los significantes en que la frustración del sujeto se coagula. Puede aventurarse que las respuestas que en estricto nada responden son aquellas que sustentarán la demanda. Ya se sabe: “demandar: el sujeto no ha hecho otra cosa, no ha podido vivir sino por eso, y nosotros tomamos el relevo”.[33] Está claro que el punto medular es que el analista evalúe a qué responde y a qué no, en qué momento y cómo. La decisión de “soltar lastre” depende de su capacidad de callar, de su escucha. La dosificación del silencio es una manera de hacer contrapunto al discurso del analizante para que lo pesado de un silencio contumaz (obstinado, sin fundamento técnico alguno, y por tanto errado), no lo desfonde. Aprender a “respirar con el oído”[34] es a veces el más conveniente entre los modos de tomar la estafeta de la demanda.

En algún sentido, el silencio del analista emula al silencio musical por cuanto debe ser interpretado por el analizando, pues el habla es el son del silencio.[35] Recuérdese que, en música, al silencio se le llama pausa, espera o reposo. Al callar, el analista impone un borde a todas las intervenciones posibles pero también espera que lo interpelado por su silencio acontezca.

La teoría musical dice que hay tantos silencios como figuras de nota. El silencio musical tiene, entonces, un valor negativo, no absoluto sino relativo, y su duración corresponde al de la figura positiva que representa. En psicoanálisis, es la palabra del analizante la que pulsa al son que el silencio del analista marca; el silencio del analista tiene un valor positivo porque su naturaleza no resulta de la palabra que sobre su fondo se desarrolla; por el contrario y parafraseando a Heidegger, es del silencio del analista –como instancia de significación–, que la palabra del analizando brota.

Así, en ciertos momentos del análisis, un silencio sistemático del analista podría erigirse en el principal obstáculo para que la cura continuara. Dicho en otros términos, un silencio obcecado (que impide otra clase de intervención del analista, no silente) podría detener el vencimiento de las resistencias y convertirse en el bastión desde donde el analista mismo resistiría (puesto que no hay otra resistencia que la suya). El paciente quedaría fijado por una interpretación no acontecida o por un proceder técnico-analítico que no buscaría su separación.

Por otra parte, si el analista calla por simple inercia, mantiene indefinidamente su estatuto de supuesto saber; su silencio se torna manipulación, embaucamiento que, si fuera bienintencionado, sería peor todavía, pues “el error de buena fe es entre todos el más imperdonable”.[36] Es claro que el analista debe favorecer desde el principio de un análisis la separación y nunca debe alentar la esperanza del analizante de haber encontrado un regazo. Si el analista no se abstiene de confirmar la alienación (necesaria, por otro lado, en un primer momento del análisis), sólo evidenciará que su propio análisis no fue resuelto.

Otra manera de eternizar la transferencia es que el analista renuncie a ese momento en que su neutralidad debe vacilar como efecto de un procedimiento táctico calculado, escaso o único, que mueva al analizante a cuestionar el carácter inescrutable de un analista idealizado. Es claro que si la vacilación del analista no fuera calculada estaría operando la llamada contratransferencia. Es al amago de la separación a la que se apunta en un verdadero análisis. Por eso es manifestación y no vacilación del deseo del analista: recordemos que su deseo es causa eficiente en el análisis (como trabajo constante que anima la cura); pero la causa final es la cura misma, para que el analizante se haga cargo de su deseo y de las consecuencias de éste.

La alienación –si se mantiene más allá del inicio de un análisis– desencauza el trabajo analítico, lo arruina. Produce gurúes, analistas mesiánicos: a-nihilistas, cuyo mantra es la máxima horaciana Nihil Mirari (“No conmoverse con nada”),[37] fórmula sagrada a la que los aspirantes (víctimas de la nihilación por cuanto reducidos a la nada) responden: Nihil Desesperandum (“No hay razón para desesperar”).[38] Jamás podría decirse ante estos procederes Nihil Obstat (“Nada obsta”).

Nasio considera que el silencio es vehículo, estrategia de seducción para establecer la transferencia.[39] A quienes suponen que el silencio del analista insta a que el paciente encuentre por sí mismo respuestas a sus propias preguntas favoreciendo un pensamiento autónomo, Nasio responde: “Esto es absolutamente falso. El silencio del analista provoca la mayor dependencia, una intensa ligazón”.[40]

De modo que en el silencio también se corren riesgos que se creen exclusivos de la palabra. En efecto: en no pocas ocasiones, el silencio del analista es yerro técnico, motivo de una interrupción prematura del análisis, desliz sin fundamento, omisión, pifia, desatino, simple extravío… o riesgo para el analizando: en el caso del trabajo con psicóticos, los analistas “desechan esas penosas pausas que les cuestan tanto o más que a sus pacientes. Porque tal silencio no es en absoluto analítico. […] lejos de ello, se sabe que constituye una verdadera amenaza para la integridad psíquica de ciertos pacientes”.[41]

¿Qué fundamenta, pregunta Lacan, nuestra actitud como analistas? El proponernos en la situación analítica como desprovistos de características individuales: “nos borramos, salimos del campo donde podría percibirse este interés, esta simpatía, esta reacción que busca el que habla en el rostro del interlocutor, evitamos toda manifestación de nuestros gustos personales, ocultamos lo que puede delatarlos, nos despersonalizamos, y tendemos a esa meta que es representar para el otro un ideal de impasibilidad”.[42]

Esta sentencia encontrará su versión más radical en el siguiente pasaje: el analista interviene “en la dialéctica del análisis haciéndose el muerto, cadaverizando su posición […] ya sea por su silencio allí donde es el Otro (Autre), ya sea anulando su propia resistencia allí donde es el otro (autre). En los dos casos, y bajo las incidencias respectivas de lo simbólico y de lo imaginario, presentifica la muerte”.[43]

Sugiere Nasio que “‘hacer el muerto’ significa que el analista haga silencio en él, en el interior de él, para suscitar al gran Otro del analizante. […] Hacer el muerto no es callarse […] es ‘hacer silencio en sí’”.[44] Y Lacan insiste en la necesidad de suspender lo imaginario y lo simbólico al prescribir: “Rostro cerrado y labios cosidos”.[45] Pero si el analista se presenta, no en una posición cadaverizada, no haciéndose el muerto, sino como padre muerto, estaría encarnando “el Padre deseado por el neurótico […] el Padre muerto. Pero igualmente un Padre que fuese perfectamente dueño de su deseo. […] Se ve aquí uno de los escollos que debe evitar el analista, y el principio de la transferencia en lo que tiene de interminable”.[46] Recuérdese que “el ideal del análisis no es el completo dominio de sí, la ausencia de pasión. Es hacer al sujeto capaz de sostener un diálogo analítico, de no hablar ni demasiado pronto, ni demasiado tarde”.[47]

Por otra parte, “cuando el sujeto se adentra en el análisis, acepta una posición [de] interlocución, y no vemos inconveniente en que esta observación deje al oyente confundido.[48] Pues nos dará ocasión de subrayar que la alocución del sujeto supone un ‘alocutario’, dicho de otra manera, que el locutor se constituye aquí como intersubjetividad”.[49] Se aludió ya a la impertinencia de hablar de intercomprensión o de intersubjetividad para referirse a la relación que guardan analista y analizante en donde el reconocimiento que implicarían estas dos nociones está descartado; pero Lacan –léase con cuidado– no dice aquí que entre el locutor y el alocutario medie la intersubjetividad, sino que el locutor ingresa a su análisis bajo el engaño (necesario) de una consigna interlocutiva, y es esta estafa (que “supone”, y sólo eso, un alocutario), la que instituye en el locutor la intersubjetividad.[50]

Esta supuesta interlocución pareciera implicar una respuesta de aquel que es interpelado. Pues bien: si el analista –que hace aquí las veces de alocutario– opta por una respuesta silente, el timo (la suposición defraudada del intercambio palabrero que toda interlocución promete), queda al descubierto; enfrentado al vacío que subsigue a su palabra, el locutor acude al llamado de su verdad.

Señálese de pasada que esta expresión implica una jerarquía entre los agentes de la interlocución: una “alocución” es, en estricto, el discurso de un superior a sus inferiores. Empero, difícilmente podría aplicarse el término a la situación analítica donde se juega una relación en la que no media una jerarquía, sino una disimetría.

Lacan señala en otro escrito el papel de interlocutor que el analista simula (en cuanto que no asume de manera cabal la interacción que demanda la palabra que le es dirigida): el psicoanalista parte de que “el lenguaje, antes de significar algo, significa para alguien. Por el mero hecho de estar presente y escuchar, ese hombre que habla se dirige a él, y, puesto que le impone a su discurso el no querer decir nada, queda en pie lo que ese hombre quiere decirle. En efecto, lo que dice puede ‘no tener sentido alguno’; lo que le dice, encubre uno”.[51] En este punto, Lacan deja entrever que el discurso del sujeto se rige en este proceder por una estrategia retórica según la intención que lo motive.[52]

“El oyente entra, pues, en ella, en situación de interlocutor. […] Silencioso, sin embargo, y sustrayendo hasta las reacciones de su rostro […] ¿No hay un umbral en el que esta actitud debe de hacer que el monólogo se detenga?”. No obstante, lo habitual en una sesión analítica es que los analizantes continúen su discurso, pareciera a veces que en solitario. Pero no siempre es obvio a quién se dirigen: “¿al oyente, presente de veras, o más bien, ahora, a algún otro, imaginario pero más real: al fantasma del recuerdo, al testigo de la soledad, a la estatua del deber, al mensajero del destino?”[53]

Si el locutor puede constituirse en la intersubjetividad a partir de su propia actividad enunciativa, es también porque el analista está presente: “En un psicoanálisis, en efecto, el sujeto, hablando con propiedad, se constituye por un discurso donde la mera presencia del psicoanalista aporta, antes de toda intervención, la dimensión del diálogo”.[54] Aún más, dice Max Picard que “cuando dos personas conversan entre sí, siempre está allí presente un tercero: el silencio que escucha”.[55]

En un artículo tan temprano como 1926, afirmaba ya Theodor Reik que “el analista no oye solamente lo que está en las palabras. Oye también lo que las palabras no dicen. Oye con el ‘tercer oído’”.[56] Lo que le valió la ironía de Lacan: como si dos no bastaran para no oír.[57] Se infiere de ambas citas que el decir del analizante revela un querer decir; esto es, un deseo. Empleando los términos que Kristeva propone en Semiótica, podríamos apuntar que a lo dicho (fenotexto) subyace siempre lo no-dicho (genotexto), el deseo en este caso.[58] Así, la función del analista es acuciar esa concurrencia entre palabra y aspiración, entre dicción y deseo. Para ello se requiere a veces del silencio como (in)acción o, más precisamente, como acción in-operante en tanto maniobra al interior de esa confluencia.

Desde esta perspectiva podría entenderse el quehacer de los analistas como “un no actuar positivo con vistas a la ortodramatización de la subjetividad del paciente”.[59] Ahora bien, el sentido que para el analizante permanece encubierto en su dicho “no debe serle revelado, debe ser asumido por él. Por eso el psicoanálisis es una técnica que respeta a la persona humana […] que no sólo la respeta, sino que no puede funcionar sino respetándola”.[60] El analista, por tanto, no debe digerir para el analizante lo que exige ser roído hasta la encía.

Hay otra razón importante para que el analista se calle: el “hecho de que toda afirmación explicitada se convierte, por lo mismo, en un tema de discusiones posibles. Todo lo que se dice puede ser refutado […] la formulación de una idea constituye la primera etapa, y decisiva, de su sometimiento a discusión”.[61] Considérese que, en el dispositivo analítico –si el analista es su agente–, lo implícito sortea tal riesgo por ser aquello que permitiría la manifestación de una idea (que necesita ser expresada) sin el riesgo de someterla a una discusión intersubjetiva. Pero el fenómeno de lo implícito es diverso; varias son sus formas y varios los “procedimientos de implicación”, según explica Ducrot.

Si de lo implícito en el enunciado se trata, recuérdese que el primer implícito inherente a todo proceso de comunicación es el código lingüístico mismo. Para decir de manera implícita algo que no se quiere o no se puede decir abiertamente, se presentan ciertos indicios que fungen como causa o consecuencia de determinados hechos que –por este mecanismo lógico– quedan así implícitos: por ejemplo, se habla de lo que hay en tal lugar para dar a entender que uno ha estado ahí. Hay aquí una suerte de silogismo: “si vino es porque algo quiere”, se dice para dar a entender que a tal persona la mueve el interés. Pero lo implícito también puede “poner en juego relaciones que tienen que ver más con las convenciones oratorias que con la lógica. Sería el caso de una fórmula como ‘no me pidas mi opinión, porque te la daré’, empleada para dar a entender que se tiene una opinión contraria a la que el interlocutor espera. […] ‘Mi respuesta te disgustará’”.[62]

Piénsese ahora en los silencios del analizante basados en este tipo de implícitos. En los casos propuestos, lo implícito depende de la morfología del enunciado, donde queda sin ser dicha la parte que sería necesaria para que el enunciado fuera completo; pero esta incompletud no lo hace incoherente. Muy al contrario, el analista –si está callado podrá advertirlo– verá en lo ausente una particular significación: la de lo implícito, que aparece elidido en la cadena explícita. Tornar explícito lo que el analizante enuncia implícitamente sería una forma de no hacer lugar a lo sigilado. Pero una intervención tal tendría que cuidarse, a la vez, de no ser motivo de discusión: así, señalar una laguna discursiva de manera sucinta hace que la palabra del analista –en esa circunstancia, acotada– sea indiscutible en la medida en que la laguna misma, por implícita, es indiscutible.

Mientras menos concisa es la intervención del analista, más discutible será porque señala algo que no fue explicitado. La resistencia del analizante podría desplegarse sobre ese equívoco (“yo no quise decir lo que usted entendió”, por ejemplo). Quizá por eso es que el analista opta por intervenir de manera parca “repitiendo” lo dicho por el analizante (“no soy yo quien te ha hecho decir eso”),[63] para que la omisión –indiscutible– quede al descubierto. Se entrecomilla aquí la repetición porque basta con proferir las mismas palabras con un ligero matiz en el énfasis para que la divergencia inherente a toda reiteración se espese de manera significativa. Toda repetición supone el discurrir del tiempo y, por tanto, implica una alteración.

El silencio parecería evitar los riesgos de alterar el dicho del analizante (aunque fuera sólo por citarlo), al ser un elemento que en sí mismo no tiene énfasis ni matiz alguno. Sin embargo, el silencio ve alterado su cuenco por la hondura que la palabra ulterior le confiere; pero lo dicho también es borde, relieve que delinea el callar subsiguiente.

En esta óptica, en el analista, el silencio debiera ser un escrúpulo reiterado apenas infringido por la cita (transcripción, traducción, plagio, citación, iteratividad, coherencia, isotopía, anáfora, redundancia, fragmentarismo, omisión, hiato, parodia, copia), o por la frase enigmática.

Afirma Lisa Block que “por el procedimiento de la citación, la vocación es múltiple: invoca (apela), convoca (hace presente), evoca (recuerda) y revoca (suspende o anula), todo al mismo tiempo”.[64] Aun en la cita que el analista hace del dicho de su analizante hay alusión, pero no de cualquier tipo: se trata de una alusión trans-textual por cuanto repite y crea (o, más preciso) en tanto repitiendo crea, como sucede en cualquier re-presentación teatral.

Por otro lado, pareciera que uno de los atributos del silencio es su invariabilidad, su carácter inalterable. Sin embargo, de la palabra (o, más aún, del grito) es que el silencio toma su relieve, su textura siempre cambiante. Así, las variaciones que el silencio tiene a lo largo de una cura difícilmente podrían registrarse de no ser por los efectos generados en quienes asisten a su acaecimiento y verifican su incidencia. Aconteciendo, tal silencio no se altera sino por sus derivaciones, resignificándose en contramarcha como soporte de alteridad. [65]

“En el análisis se trata de hablar para crear el silencio, porque si el grito funda el silencio, del mismo modo es solamente la palabra la que le da la existencia”.[66] Hay entonces una palabra que causa el silencio y un silencio que causa (encauza) la palabra. Concausa mutua, diríamos desde el derecho, para referir la doble condición, preexistente o sobrevenida, aquí expuesta.

En lo que se refiere a los sobrentendidos del discurso, explica Ducrot que el acto de hablar no es ni libre –puesto que se respetan ciertas convenciones–, ni gratuito –porque cada acto de habla está debidamente causado, por así decir–. Las convenciones que enmarcan al discurso son de orden jurídico, y sus causas de naturaleza subjetiva. Lo implícito se despliega en estos dos bastiones (jurídico y subjetivo) cuando quien habla o escucha, imperceptiblemente desliza una intención velada que busca dar por hecho lo que en estricto sigue siendo sólo probable. Si se descubre la artimaña, quien intentó instrumentarla puede justificarse aduciendo un simple malentendido, para así disimular la intención que, desde siempre, motivó lo dicho. El sujeto de la enunciación (que devela el lugar desde donde algo se dice) se escuda así tras el sujeto de lo enunciado (restringido a lo dicho), reconociendo una falla en el marco normativo pero evadiendo la responsabilidad subjetiva. Dicho de otro modo, el sujeto del derecho se declara parcialmente culpable para que al sujeto de lo inconsciente no pueda imputársele nada.

Así, algunos actos de habla –apoyados en el sobrentendido– tienden a “hacer aceptar su propia posibilidad [dando a entender] que se han respetado las condiciones que ellos mismos legitiman o hacen explicables. Aquí lo implícito no debe ser buscado en el plano del enunciado, como una prolongación o un complemento del nivel explícito, sino a un nivel más profundo, como una condición de existencia del acto de enunciación”.[67]

En el caso del psicoanálisis, la regla fundamental que el analista le impone al paciente establece el marco legal del dispositivo (de hecho, es una de las pocas demandas del analista, entre las que figura asimismo el pago de las sesiones). Lo dicho por el analizante, en cuanto obedece a esta regla, está legitimado. Deslegitimado en términos analíticos estará todo aquello que no diga por pudor (lo suprimido: Unterdrückt) o por un micro-proceso de sojuzgamiento (juicio de condena: Verurteilt). No imputable será lo callado por represión (Verdrängung) donde el dispositivo se enfila a positivizar la placa inconsciente; y queda por reflexionar lo implicado en el caso de la forclusión (Verwerfung).

La imposición de la regla fundamental presupone otro implícito no siempre advertido: que el psicoanalista está (o se siente) autorizado para tal imperativo. “El acto de ordenar […] exige cierta relación jerárquica entre el que manda y el que es mandado. De donde la posibilidad de dar órdenes con la intención principal de dejar sentado, de modo implícito, que se está en situación de poder darlas, así como la posibilidad de que las órdenes dadas sean interpretadas como manifestaciones de esta intención”.[68]

Se dijo ya que más que de jerarquía, de lo que se trata en la situación analítica es de disimetría. Pero tal condición es la que otorga al analista atributos específicos. Puede matizarse entonces la afirmación de que el analista sólo le hace dos demandas al analizante (regla fundamental y pago oportuno) pues diversas e indiscutibles son sus prerrogativas: el analista decide cuándo y a qué hora serán las sesiones (lo único consensual es lo que permite que los encuentros sigan siendo posibles); impone el lugar del encuentro, determina el fin de la sesión, suspende temporalmente el tratamiento por diversos motivos pero le exige al analizante que pague las sesiones a las que éste falta, resuelve callar o hablar, modifica el costo o el horario de las sesiones ya pactadas, aumenta el número de encuentros, etcétera. Se entiende, claro está, que en todas estas determinaciones lo que rige es la ética y la adecuada dirección de la cura.[69]

¿Se le paga al analista por su saber, por su tiempo, por ignorar activamente lo que sabe para posibilitar la manifestación de lo inconsciente? ¿Se le paga por sus palabras no enunciadas (es decir, por su elocuente silencio)? Suponiendo sin conceder que algo de lo anterior sea cierto, una cosa es segura: el analizante paga por una palabra que él produce y tiene que hacer valer sosteniendo lo dicho. Decir lo que se piensa y hacer lo que se dice es un modo aproximativo de avanzar en el sentido del propio deseo. El silencio del analista hace operar la ignorancia que comanda su escucha pero también moviliza lo que el paciente creía ignorar (lo inconsciente es un saber que, por no saber que se tiene, se cree que se ignora, dice Lacan). Pero el silencio del analista es también el retraimiento necesario para que la palabra de quien le habla acontezca. Así, escucha y silencio preñan la palabra del analizante.

Tomando ahora el mismo ejemplo de la interrogación, pero esta vez del lado del analista, se observa que –según las leyes discursivas convenidas en cualquier grupo–, el acto de preguntar es privativo de ciertos sujetos pues no está permitido preguntar cualquier cosa a cualquier persona. Se dijo ya que a aquel que es interrogado se le impone el deber de responder, así como el derecho de interrogar presupone el poder de instar a una respuesta. Es en estos casos que “la ley del discurso puede dar luz a una significación sobreañadida, y es frecuente que el acto de interrogar tenga, entre sus funciones, la de reforzar, de modo implícito, el derecho a interrogar. Se hacen preguntas para que no se olvide –sin que esto sea objeto cada vez de una declaración explícita– que uno está autorizado a realizarlas”.[70]

Si el analista descuida que las prerrogativas de las que depende el dispositivo analítico mismo ya son demasiadas, y hace del interrogar una práctica que obture la palabra del analizante e inhiba el cumplimiento cabal de la regla llamada fundamental, pondrá en riesgo la neutralidad que lo hace no-otro. Y bien puede ser que su mejor forma de inquirir sea callar, para incitar el decir; por eso es que se trata menos de un dejar de decir que de un dejar decir.

Partiendo de que hablar presupone y reclama la atención de otro, puede parecer obvio que a éste se le hablará de aquello que pueda ser de su interés. Sin embargo, en el dispositivo analítico, el analizante habla de todo lo que pasa por su cabeza, sin que deba importarle si esto o aquello es cautivante o notable.[71] Y es que cuando el analizante supone que lo que enuncia no es del interés del analista, está cuestionando la legitimidad de su propio discurso y –por ende– evidenciando que está más preocupado por decir que por ser dicho. Pero tal juicio sobre el interés que puede despertar su palabra puede enmascarar un fantasma que posiciona al analista en el lugar de una autoridad que está contrariando –en su callar– lo que ahí se está diciendo. Acaso sea la desmentida el indicio de este proceso en el que las palabras imputables al analista (en el fantasma del analizante) podrían ser: “Si crees que esto me interesa…”.[72]

Nótese que el vicio de privilegiar la causa antecedente (por encima de la llamada causa consecuente) nos hace pensar que algo sucede de determinada manera porque no podría haber sucedido de otra, cuando en realidad algo pudo haber sucedido de varias maneras posibles. Jacques-Alain Miller hace la diferencia entre la lectura del vector progrediente (que va del pasado al futuro, donde en apariencia las cosas suceden de manera indefectible) y la lectura del vector regrediente o lógico (que va del presente al pasado, donde cada punto del camino representa un momento indecidible). [73]

Otra manifestación de lo implícito en psicoanálisis tiene lugar cuando el paciente supone que sus asociaciones incumben al analista, según la fórmula: “es conveniente que Y esté al corriente de X”. Si en su decir impera el pudor, el analizante puede valerse de la alusión para enunciar su dicho; si el recato no puede sortearse, es el mecanismo de la supresión el que se hace presente.

La alusión se despliega también en la vertiente del chisme, estrategia discursiva frecuente en el medio analítico de la que nunca se hablará lo suficiente si se considera que las consecuencias de su práctica no siempre son benignas. Gran parte del que padece el psicoanálisis se relaciona de manera directa con la irresponsabilidad que impera en este terreno. Que “la terapia psicoanalítica (sic) es la gran retórica del chismorreo”,[74] es la opinión de no pocos.

Se habló ya de la conveniencia de poder decir algo reduciendo los riesgos de poner en juego el juicio intersubjetivo sobre lo dicho. Se obtendrían así los beneficios del habla sucinta y del sigilo. En lo que el analizante dice, como enunciación literal, el analista advierte a veces una significación implícita subyacente. (Hacerla manifiesta es su labor, según se ha dicho.) Este mecanismo hermenéutico es posibilitado a veces por el implícito que los enunciados proferidos permiten colegir (“me han dicho X; pero X implica Y; por lo tanto ha dicho Y”). En otros casos, “lo implícito es lo que ha hecho que el habla fuera posible: ‘Me ha dicho X; pero no se dice X si no es para decir Y; por lo tanto quiso decir Y’”.[75] Es este el caso de los sobrentendidos. El punto fino aquí, entre significación literal e implícita, es discernir “si lo implícito responde a una intención del locutor o a una interpretación del destinatario”.[76]

Es por eso que el analista sólo debe sentirse autorizado para trabajar sobre lo dicho por el paciente o sobre lo que las trazas del discurso de éste permitan inferir. De otro modo, corre el riesgo de creer que ha comprendido lo que ha escuchado. Recuérdese: “El momento en que han comprendido, en que se han precipitado a tapar el caso con una comprensión, siempre es el momento en que han dejado pasar la interpretación que convenía hacer o no hacer. En general, esto lo expresa con toda ingenuidad la fórmula: El sujeto quiso decir tal cosa. ¿Qué saben ustedes? Lo cierto es que no lo dijo”.[77]

De ahí que lo no dicho requiera de una cautela especial cuando de interpretar se trata. “Es cierto que respetando las propias palabras del analizante no se corren excesivos riesgos, pero en análisis los riesgos se hallan siempre presentes, hasta el punto de que ni siquiera el silencio queda exento de ellos”.[78] No menos cierto es que “sólo aquel que no interpreta nada puede estar absolutamente seguro de no hacer interpretaciones incompletas”;[79] y, yendo al extremo: el mejor modo que un analista tendría para “evitar cualquier riesgo de ese género acabaría consistiendo en no ser analista”.[80] Apúntese también que un proceder hermenéutico implica ya una crítica a lo interpretado, pues hermenéutica y crítica van de la mano.[81]

En algunos casos “el procedimiento discursivo que revela la significación implícita parece no haber sido prevista por el locutor. […] No se puede atribuir al locutor la intención consciente de expresar esta significación […] el descubrimiento de lo implícito se considerará como revelador de una determinada profundidad del mensaje, desconocida para el locutor”.[82]

Es claro que en psicoanálisis hay que indagar cuál es la significación implícita que una acción fallida o un exabrupto vela y evidencia a la vez, porque la enunciación involuntaria de un contenido cualquiera denuncia una verdad subterránea. Compacidad es el término que Lacan utilizó y que aquí mentamos para enfatizar la fractura que un lapsus entraña: “Nada más compacto que una falla”. [83]

“Informar” es, según una corriente lingüística, el fin del habla. Comunicar consistiría “en hacer saber, en hacer que el interlocutor adquiera unos conocimientos de los que no disponía antes. […] Esta concepción de la comunicación surge al compararse la lengua con un código, es decir, con un conjunto de señales perceptibles que permiten instruir a otra persona sobre ciertos hechos que no puede percibir directamente”.[84] Tal postura es aplicable al dispositivo analítico en la perspectiva del silencio: es el analista quien propicia la emergencia de la verdad –la del inconsciente– invocada desde el silencio; ¿qué es la escansión que da por concluido un encuentro analítico si no el silencio del analista que se expande hasta la siguiente sesión para así precipitar lo que Lacan llama “los momentos concluyentes”[85], enfrentando al analizante a una suspensión significante para que se dirija a un más allá de lo imaginario (que no es sino lo más íntimo de sí mismo)?[86] De la misma manera que el silencio del analista en sesión sería una suerte de corte al interior de la misma, que se dilataría en la suspensión que va de un encuentro a otro.

Así, cuando el analista capta que está en juego un momento significativo que pide el après coup catalizado por el corte de la sesión, apuesta a eso sin saber lo que de ahí se derivará. El silencio del analista perdura entre un encuentro y otro como una apuesta, como un acto cuya eficacia podrá ser aquilatada por sus efectos.

Es digno de advertir que llega un momento en que el analizante parece pedir el corte de la sesión, como Emmy von R. solicitaba en determinado momento a Freud ser despertada de la hipnosis.[87] Ciertos sujetos tienden a estandarizar los tiempos de duración de sus sesiones: “como esta duración es función de la transferencia y no de los significantes enunciados, casi siempre es estable para el mismo paciente. Para ser más claros, señalemos que, al cabo de cierto tiempo, ha de producirse una cierta precipitación significante y que esta duración es relativamente constante”.[88] Una perspectiva técnica general sugeriría que, si el analizante pide que la sesión concluya, el corte debe ser denegado –en la medida de lo posible, pues no hay reglas generales en psicoanálisis por atenderse el caso por caso– para que emerja lo hasta entonces reprimido. Contra la idea de que a veces un silencio prolongado del analizante “llama al orden” al analista, quien supuestamente dejó pasar el momento del corte,[89] deben esperarse las palabras que siguen a esa pausa y –quizá entonces– escandir, pues sucede a veces que ese tipo de silencios anuncia lo más significativo de la sesión.

En ocasiones, el silencio del analizante denuncia una reticencia (atizada por la presencia del analista) a soltar las amarras significantes. “El momento en que el sujeto se interrumpe es, comúnmente, el momento más significativo de su aproximación a la verdad. Captamos aquí la resistencia en estado puro, la que culmina en el sentimiento, frecuentemente teñido de angustia, de la presencia del analista”.[90]

Es de suma importancia enfatizar, sin embargo, que la escucha y la palabra que ahí se aloja no son sencillamente dos fenómenos que convergen en un tiempo y espacio específicos: la escucha determina de múltiples maneras la enunciación que, para ella y por ella, se profiere. El psicoanalista, “desde su condición receptiva específica define –sin proponérselo ni explícita ni intencionalmente– la concepción del enunciado que varía tanto en función de las circunstancias como de su presencia”.[91] Para decirlo de la manera más clara posible: el “discurso, al desplegarse en la cura, adquiere ciertas características […] según nuestra manera de concebir la cura, nuestra manera de dirigirla, nuestra manera de escuchar a los sujetos que vienen a consultarnos. [En suma:] las diferentes neurosis se ponen en perspectiva a partir del dispositivo de la cura”.[92]

Otra razón que justifica el callar del analista es que cada vez que habla sobre algo dicho por el analizante, parece que eso precisamente –y no todo lo demás– le importa. Es el problema inherente a toda interpretación: que privilegia de un modo implícito una parte de lo dicho por encima del todo, y eso, necesariamente, obtura, limita. Y es que el analista no puede sustraerse a su condición de receptor, aquí marcada por una atención flotante, “de igual nivel”: gleichschwebende es el término freudiano evocado por Lacan.[93] Del discurso que para él se enuncia, el analista toma conocimiento de lo que escucha. Pero “conocer quiere decir reconocer y desconocer a la vez. Es de la relación dialéctica entre ambas acciones que resulta el conocimiento. Para conocer, para pensar, es necesario separar, cortar, abstraer; parte se toma, parte se omite”.[94]

 “En el texto, sólo habla el lector”, dice Barthes.[95] Como lector del texto que a su oído se ofrece, el analista se convierte en e-lector, en se-lector;[96] y –en última instancia– en autor porque su recepción acusa (como denuncia de una culpa, como apercibimiento y como delito imputable, a un tiempo) una apropiación sostenida e incesante. Porque no puede no elegir, al seleccionar privilegia, recorta, omite, edita, altera la unidad del discurso que a él se dirige, que por otro lado es proferido bajo los efectos de lo sobrentendido, censurado, suprimido, disimulado, elidido, sojuzgado, reprimido, etcétera. Aunque vasta, la enumeración no agota la referencia a lo que el analista escucha de eso que el analizante no enuncia en su decir. Este último, como hablante, se somete a los dos procedimientos señalados por Roman Jakobson: selecciona y combina; su (s)elección del universo lingüístico ya implica un decir específico; su combinación, también. Este vicio (esta tara ética, podría decirse) inherente a la escucha misma ya implica mermas en lo que a la neutralidad se refiere.

Para razonar lo que sucede del lado del analizante, recuérdese lo que en el Tractatus logico-philosophicus se razona: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”.[97] Y es que a veces se olvida que “el emisor es siempre al mismo tiempo un receptor, que uno oye el sonido de sus propias palabras”.[98] En cualquier caso se trata de lecturas parciales: el analizante lee en voz alta fragmentos de su texto; cada sujeto, en cada análisis se lee: no es el autor de un texto, es el texto mismo, apalabrándose. Tendríamos aquí “una suerte de tmesis, esa disyunción lingüística en virtud de la cual no leemos todo el texto ni con la misma intensidad ni con el mismo interés”.[99]

Para ambos, analista y analizante (por no ser sino sujetos de lo inconsciente) aplica por igual que “cuanto más difícil es detectar el origen de la enunciación, más plural es el texto [y] cuanto más plural es el texto, menos está escrito antes de que [se] lo lea”,[100] pues se trata menos de un texto preexistente que de la escritura de un inédito, desconocido incluso para quien lo va deletreando y deconstruyendo a un tiempo, ofrecido a una escucha que lo segmenta. Sustraerse a la tentación que implica elegir, seleccionar, antologar, exige del analista un proceder técnico y ético.

En esta perspectiva, no sólo es posible sino necesario concebir “el deseo del texto, del texto como Otro”.[101] Fue en 1970 que Barthes propuso la noción de “texto-lectura”, noción imprescindible para definir ese suplemento que todo lector aporta a lo que está leyendo. En el caso del analista, la condición técnica es que todo eso que se le ocurre mientras está a la escucha no lo haga operar en la cura que dirige para evitar el escollo de lo intersubjetivo, pues “toda lectura deriva de formas trans-individuales: las asociaciones engendradas por la literalidad del texto –por cierto, ¿dónde está esa literalidad?– nunca son, por más que uno se empeñe, anárquicas”.[102] Si lo dicho por el analizante es tomado en su dimensión textual, como efecto del deseo del Otro, la expresión texto-lectura define la institución analítica toda: la transubjetividad no se verá entorpecida por la lectura a la que el texto insta. No se alude aquí al analizante y su analista, sino al texto y su lectura. Es por eso que a la pregunta “¿Quién habla?”, Mallarmé responde: el lenguaje.[103]

“Abrir el texto, exponer el sistema de su lectura […] es conducir al reconocimiento de que no hay verdad objetiva o subjetiva de la lectura, sino tan sólo una verdad lúdica; y además, en este caso, el juego no debe considerarse como distracción sino como trabajo”.[104] De esto puede desprenderse una deontología de la lectura que defina la especificidad de sus métodos de análisis. Barthes propone instituir una anagnosis; aún más, una anagnosología, pues lo que uno lee (podemos decir en la vertiente clínica, lo que uno analiza) “se fundamenta tan sólo en la intención de leer: simplemente es algo para leer, un legendum, que proviene de una fenomenología, y no de una semiología”.[105]

Es por eso que el analista está obligado a no yugular el discurso del analizante aportando sentido alguno. El texto que en el gabinete analítico acontece tiene el inconculcable “derecho al sentido múltiple [para] liberar así la lectura”.[106] Y es que en psicoanálisis se trata de “preservar la multiplicidad simultánea de los sentidos, de los puntos de vista, de las estructuras, como un amplio espacio que se extendiera fuera de las leyes que proscriben la contradicción (el ‘Texto’ sería la propia postulación de este espacio)”.[107]

Barthes trabajó con minuciosidad las características inherentes a un texto (radicalmente distinto a lo que se conoce como Obra). El texto opera en el campo del significante, su lógica no es comprehensiva, está estructurado como el lenguaje más descentrado, es efecto de “la pluralidad estereográfica de los significantes que lo tejen” (lo que no quiere “decir que tiene varios sentidos sino que realiza la pluralidad misma del sentido”; tampoco es “coexistencia de sentidos, sino paso, travesía [de] una diseminación”), en sí mismo “es entretexto de otro texto” y “bien podría tomar como divisa la frase del hombre endemoniado (Marcos, 5:9): ‘Mi nombre es legión, pues somos muchos’”, lo que definiría su textura específica.[108]

Desde el punto de vista retórico, ¿qué lugar sería el pertinente para el analista en su función de lector? El paragrama, si seguimos a Barthes, por su carácter de diseminación fónica-textual (si así pudiera decirse). Como se sabe, en 1964 Jean Starobinski dio a conocer cuadernos inéditos de Ferdinand de Saussure, donde el anagrama (con la anafonía y el hipograma) ocupaba un lugar central.[109] La posición anagramática sería solidaria de una práctica semiótico-transformativa no limitada, no explicativa ni tradicionalmente lógica, donde los signos se deslindan de sus denotata. Kristeva atribuye a los psicoanalistas este modo de intervención (lúdico, hay que agregar).[110] Decía Lacan que cuanto más cerca estemos del psicoanálisis divertido, más próximos estaremos del verdadero psicoanálisis.[111] La frase admite ser tropicalizada cuando se afirma que “psicoanalizar no es sino alburear con técnica”.[112]

  

 

[1] Este ensayo fue recogido en: Alfonso Herrera. Silencio y psicoanálisis. Una retórica de lo inconsciente, Bloomington, Indianápolis,  Palibrio, 2017, pp.43-82.

[2] Jacques Lacan. “Variantes de la cura-tipo” (1955), Escritos 1 [1966], México, Siglo XXI, 1999, p. 320.

[3] Sigmund Freud. Psicopatología de la vida cotidiana (1901), Obras completas, t. vi. Trad. de José L. Etcheverry. Buenos Aires, Amorrortu, 1986, p. 88.

[4] J. Lacan. “Situación del psicoanálisis y formación del psicoanalista en 1956” (1956), op. cit., p. 444.

[5]  Sigmund Freud. Psicopatología de la vida cotidiana (1901), op. cit., t. vi, p. 150.

[6] Ibid., p. 153.

[7] J. Lacan. “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis” (1953), op.cit., p. 251.

[8] S. Freud. Psicopatología de la vida cotidiana (1901), op. cit., t. vi, p. 166.

[9] S. Freud. Fragmento de análisis de un caso de histeria (1905[1901]), op. cit., t. vii, p. 68.

[10] J. Lacan. El Seminario. Libro 20. Aun (1972-1973). Buenos Aires, Paidós, 1975, p. 144.

[11] J. Lacan, “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis” (1953), op. cit., p. 258.

[12] S. Freud. Psicopatología de la vida cotidiana, (1901), op. cit., t. vi, p. 125.

[13] J. Lacan. “Variantes de la cura-tipo” (1955), op. cit., p. 392.

[14] S. Freud. El chiste y su relación con lo inconsciente (1905), op. cit., t. VIII, p. 15. En otra edición dice: “[…] puede también decir todo lo que se propone silenciándolo totalmente”. S. Freud. El chiste y su relación con lo inconsciente (1905), Obras completas, t. i. Trad. de Luis López-Ballesteros. Madrid, Biblioteca Nueva, 1973, p. 1032.

[15] S. Freud. Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17[1915-17]), “2ª conferencia. Los actos fallidos”, Obras completas, t. xv. Trad. de José L. Etcheverry. Buenos Aires, Amorrortu, 1986, p. 34.

[16] Un ejemplo esclarecedor puede leerse en J. Lacan. El Seminario. Libro 3. Las psicosis [1955-1956] Buenos Aires, Paidós, 1993, p. 85.

[17] S. Freud. Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17[1915-17]), “25ª conferencia. La angustia”, en op. cit., t. xvi, p. 361.

[18] Víctor José Herrero Llorente. Diccionario de expresiones y frases latinas [1980], Madrid, Gredos, 1995, p. 346.

[19] Idem.

[20] S. Freud. Sobre el sentido antitético de las palabras primitivas, op. cit., t. xi, pp. 151-152. Otra versión traduce Stumm como “mudo” (S. Freud. El doble sentido antitético de las palabras primitivas, Obras completas, t. XVIII. Trad. de Ludovico Rosenthal. Buenos Aires, Santiago Rueda, 1954, p. 65). Este tema se aborda también en S. Freud. Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17[1915-17]), “11ª conferencia. El trabajo del sueño”, Obras completas, t. xv. Trad. de José L. Etcheverry. Buenos Aires, Amorrortu, 1986, pp. 163-164.

[21] Oswald Ducrot. Decir y no decir [1972], Barcelona, Anagrama, 1982. Se usa aquí el término “actante” para designar la “función” (entendida como un tipo especial de relación) que analista y analizante desempeñan mientras el relato del segundo se despliega. El término es de Algirdas Julien Greimas.

[22] Ibid., p. 7.

[23] J. Lacan. El Seminario. Libro 20. Aun [1972-1973], p. 166. Así como el habla es la manera específica en que un sujeto se apropia de su lengua, Lacan designa con el término lalengua el particularísimo modo en que un sujeto de lo inconsciente hace suyo ese habla.

[24] J. Lacan. El Seminario. Libro 3. Las psicosis [1955-1956], p. 122. El neologismo “ya-dividuo” fue prununciado en el seminario de Néstor A. Braunstein, “¿Técnica del psicoanálisis?”, impartido de septiembre de 1996 a agosto de 1998 en el Centro de Investigaciones y Estudios Psicoanalíticos (CIEP).

[25] J. Lacan. El Seminario. Libro 20. Aun [1972-1973], p. 166.

[26] O. Ducrot. op. cit., p. 10.

[27] Roland Barthes. El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura [1984], Barcelona, Paidós, 1987, p. 68.

[28] Juan David Nasio. “Presentación”, en: Juan David Nasio (ed.), El silencio en psicoanálisis, [1987], Buenos Aires, Amorrortu, 1999, p. 11.

[29] Gérard Pommier. El amor al revés [1995], Buenos Aires, Amorrortu, 1997, pp. 351-362.

[30] Ibid., p. 353.

[31] Ibid., p. 351.

[32] J. Lacan. “La dirección de la cura y los principios de su poder” (1958), Escritos 2 [1966], México, Siglo XXI, 1999, p. 598.

[33] Ibid., p. 597.

[34] Umberto Eco. Apostillas a El Nombre de la Rosa [1983], Barcelona, Lumen, 1984, p. 29.

[35] Martin Heidegger. De camino al habla [1959], Barcelona, Odós, 1987, p. 28.

[36] J. Lacan. “La ciencia y la verdad” (1965), op. cit., p. 837.

[37] Epistulae (I-6,1). Véase: Horacio. Sátiras. Epístolas. Arte poética [s.I a.C.], Barcelona, Gredos, 2008; Martín Alonso. Enciclopedia del idioma [1947], Madrid, Aguilar, 1982, p. 726.

[38] Horacio. Odae seu Carmina (I, 7-27). Horacio, op. cit.. V. J. Herrero Llorente, op. cit., p. 287.

[39] J. D. Nasio. Cómo trabaja un psicoanalista [1996], Barcelona, Paidós, 1997, p. 62.

[40] Ibid., p. 91. Lo que evoca aquellos casos en que el análisis se vuelve un síntoma y el analizante paga por no tener análisis: se renta así un analista al que se le paga por un silencio cómplice, lo cual tiene su carga gangsteril.

[41] José Gutiérrez. Silencio y verdad [1987], Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1987, p. 17.

[42] J. Lacan. “La agresividad en psicoanálisis” (1948), Escritos I [1966],  p. 99.

[43] J. Lacan. “La cosa freudiana” (1956), op. cit., pp. 412-413.

[44] J. D. Nasio, op. cit., p. 71.

[45] J. Lacan. “La dirección de la cura y los principios de su poder” (1958), Escritos 2, op. cit., p. 569.

[46] J. Lacan. “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano” (1960), op. cit., p. 804.

[47] J. Lacan, El Seminario. Libro 1. Los escritos técnicos de Freud (1953-1954), Buenos Aires, Paidós, 1992, p. 14.

[48] Aclara Tomás Segovia, traductor al castellano de Escritos de Lacan, que éste hace aquí un juego de palabras entre interloqué (“confundido”, “aturdido”) e interlocution. J. Lacan. “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis” (1953),  Escritos 1, pp. 247-248.

[49] Idem. La alocución supone un alocutario que –incluso si habla “para las paredes”– evoca siempre al Otro.

[50] Por supuesto, este comentario refiere a una estafa distinta a la que es propia del canalla o del cínico.

[51] J. Lacan. “Más allá del principio de realidad” (1936), Escritos 1, pp. 76-77.

[52] Idem.

[53] Idem.

[54] J. Lacan. “Intervención sobre la transferencia” (1951), op. cit., p. 205.

[55] Max Picard. El mundo del silencio [1948], Caracas, Monte Ávila, 1973, p. 19.

[56] Theodor Reik, “En el principio es el silencio”, en J. D. Nasio (ed.), El silencio en psicoanálisis [1987], p. 26.

[57] J. Lacan. “Situación del psicoanálisis y formación del analista en 1956” (1956), op. cit., p. 453.

[58] Julia Kristeva. Semiótica 1 [1969], Madrid, Espiral, 1981.

[59] J. Lacan. “Intervención sobre la transferencia” (1951), op.cit., p. 214.

[60] J. Lacan. El Seminario. Libro 1. Los escritos técnicos de Freud (1953-1954), pp. 53-54. Agrega Lacan: “Sería entonces paradójico colocar en primer plano la idea de que la técnica analítica tiene como objetivo forzar la resistencia del sujeto. Esto no quiere decir que el problema no se plantee en absoluto […] soy preciso al calificar este estilo analítico como inquisitorial”.

[61] O. Ducrot, op. cit., p. 11.

[62] Ibid., p. 12.

[63] N. A. Braunstein. «Silencio» [2000], en: Ficcionario de psicoanálisis. México, Siglo xxi, 2001, p. c.

[64] Lisa Block de Behar. Una retórica del silencio [1984], Buenos Aires, Siglo XXI, 1994, p. 90.

[65] Para el empleo de esta voz filosófica tan compleja, nos basamos en la concepción de “alteridad”que tenía Platón, para quien no había oposición –sino en apariencia– entre “lo mismo y lo otro”, ya que “lo otro no equivale a la negación del ser, sino que se refiere a algo otro del mismo”. Véase: Jordi Cortés Morató y Antonio Martínez-Riu. Diccionario de Filosofía [1996] Barcelona, Herder, 1996. (Versión electrónica).

[66] Lilian Zolty. “El psicoanalista a la escucha del silencio”, en J. D. Nasio (ed.), op. cit., p. 194.

[67] O. Ducrot, op. cit., p. 13.

[68] Ibid., p. 14.

[69] ¿Se debería hablar, no de imposiciones o demandas del analista (regla y pago), no de prerrogativas o privilegios, sino de condiciones para que un análisis tenga lugar?

[70] Idem.

[71] “Háganse caso interesante”, decía burlonamente un aprendiz de brujo que pasaba por psicoanalista, para mofarse del sufrimiento de los analizantes cuyas demandas no obtenían respuesta.

[72] Idem.

[73] Jacques-Alain Miller. La erótica del tiempo y otros textos [2000], Buenos Aires, Tres Haches, 2001, pp. 19-21.

[74] George Steiner. Lenguaje y silencio [1976], México, Gedisa, 1990, p. 85. En efecto, no es extraño que los analistas sean sujetos del rumor infundado, más que objetos. La filosofía que alguna vez imperó en lo religioso (para ejemplificar un espectro de saber que sí ha legislado la práctica del silencio), sentenciaba que para reformar una casa “no es menester más de reformarla en el silencio. Haya silencio en casa, y yo os la doy por reformada. […] La razón de esto es porque cuando hay silencio en casa, cada uno atiende a su negocio […] pero cuando no hay silencio, entonces son las quejas, los corrillos, las murmuraciones […] el perder el tiempo y hacerlo perder a los otros […] refórmese uno en el silencio, y yo le doy por reformado”. (Alonso Rodríguez. Ejercicio de perfección y virtudes cristianas [1606], Madrid, Testimonio, 1965, p. 723). En sus manuales de procedimiento, esos católicos del siglo xvii definían bien la degradación ética que va del comentario al rumor y de éste al chisme: “Comenzaréis por palabras buenas, y de ahí vendréis a una palabra ociosa, y de ahí saltaréis luego a otra jocosa; y poco a poco se va calentando la lengua, y creciendo el deseo de encarecer las cosas y hacer que parezcan algo; y cuando no pensáredes, habréis resbalado en otras mentirosas, y por ventura maliciosas, y aun perniciosas; comenzaréis por poco, y acabaréis por mucho” (Ibid., p. 725). ¿Por qué evocar la deontología religiosa si justamente –a pesar de Foucault– son difícilmente homologables los procedimientos psicoanalítico y confesional? Porque una de las pocas coincidencias entre ambos campos es la cura (laica o no) como efecto de la palabra enunciada en dispositivos regulados por la confidencialidad. Véase Alfonso Herrera, “Foucault, la confesión y el psicoanálisis”, en Erinias, núm. 1, 2004, pp. 45-64.

[75] O. Ducrot, op. cit., p. 16.

[76] Ibid., p. 17.

[77] J. Lacan. El Seminario. Libro 3. Las psicosis (1955-1956), p. 37.

[78] Octave Mannoni. “El juramento de Harpócrates” [1993], en Tres al cuarto, núm. 2, 1993, p. 12.

[79] Ibid., p. 11.

[80] Idem.

[81] M. Heidegger, op. cit., p. 89.

[82] O. Ducrot, op. cit., p. 17.

[83] J. Lacan. El Seminario. Libro 20. Aún (1972-1973), p. 16.

[84] O. Ducrot, op. cit., p. 8.

[85] J. Lacan. “Fonction et champ de la parole et du langage en psychanalyse”, Écrits, París, Seuil, 1966, p. 252.

[86] J. Lacan. El Seminario. Libro 9. La identificación (1961-1962). Versión mimeografiada. Clase del 6 de diciembre de 1961.

[87] S. Freud. Estudios sobre la histeria (1893-1895), en op. cit., t. ii, p. 83.

[88] G. Pommier, op. cit., p. 354. Probablemente esta constancia temporal sea efecto de una influencia ejercida por el analista en la duración de las entrevistas preliminares al análisis.

[89] Ibid., p. 355.

[90] J. Lacan. El Seminario. Libro 1. Los escritos técnicos de Freud (1953-1954), p. 87.

[91] L. Block de Behar, op. cit., p. 214.

[92] Roland Chemama. Depresión. La gran neurosis contemporánea [2006], Buenos Aires, Nueva Visión, 2007, p. 23.

[93] J. Lacan. “Situación del psicoanálisis y formación del psicoanalista en 1956” (1956), Escritos 1, p. 453.

[94] L. Block de Behar, op. cit., pp. 63-64.

[95] R. Barthes. S/Z [1970], Madrid, Siglo xxi, 1980, p. 127.

[96] L. Block de Behar, op. cit., p. 63.

[97] Ludwig Wittgenstein. Tractatus logico-philosophicus [1914-1916], Barcelona, Altaya, 1994, p. 143. (5.6)

[98] J. Lacan. El Seminario. Libro 3. Las psicosis (1955-1956), p. 40.

[99] L. Block de Behar, op. cit., p. 69. El sentido de la voz tmesis aquí empleado es muy distinto al que consigna en el diccionario de Beristáin, que la define simplemente como una “variedad del hipérbaton”. Véase Helena Beristáin. Diccionario de retórica y poética [1985], México, Porrúa, 1985, p. 250.

[100] R. Barthes, op. cit., pp. 33 y 36.

[101] N. A. Braunstein, op. cit., p. 124. La fidelidad que todo traductor le debe al escrito fuente consiste en “reencontrarse no ya con la intención del autor, sino con la intención del texto, con lo que el texto dice o sugiere con relación a la lengua en que se expresa y al contexto cultural en que ha nacido”. Umberto Eco. Decir casi lo mismo. Experiencias de traducción [2003], México, Lumen, 2008, p. 22.

[102] R. Barthes. El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura [1984], p. 37.

[103] “Toda la poética de Mallarmé consiste en suprimir al autor en beneficio de la escritura”. Ibid., p. 67.

[104] Ibid., p. 37.

[105] Ibid., p. 41.

[106] Idem.

[107] Ibid, p. 48.

[108] Ibid., pp. 76-78.

[109] V.: «Los anagramas de Ferdinand de Saussure», en: Ferdinand de Saussure. Fuentes manuscritas y estudios críticos. México, Siglo xxi, 1985, pp. 229-247.

[110] J. Kristeva, op. cit., pp. 255-256.

[111] “[…] plus nous sommes proches de la psychanalyse amusante, plus c’est la véritable psychanalyse”. J. Lacan. Le Séminaire. Livre 1. Les écrits techniques de Freud (1953-1954). París, Seuil, 1975, p. 91. (J. Lacan, El Seminario. Libro 1, Los escritos técnicos de Freud (1953-1954), p. 125).

[112] Notas personales del seminario de Néstor A. Braunstein, “¿Técnica del psicoanálisis?”, impartido de septiembre de 1996 a agosto de 1998 en el Centro de Investigaciones y Estudios Psicoanalíticos (CIEP).

 

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