El silencio, artefacto del goce [1]
La silenciosidad es un modo de habla.
Martin Heidegger
La indecibilidad textual
En psicoanálisis, como sucede con el goce que por hablar se evita y se evoca, las palabras buscan sortear el silencio al que indefectiblemente arriban. Y a ese largo peregrinar de la palabra que a voz en cuello forja su silencio, subyace siempre lo inefable. Se trata entonces de una pretensión desmesurada: tutelar en un rodeo significante lo indecible.
Ya consignaba el Sabertash a mediados del siglo antepasado que en ocasiones el silencio baliza la parte nodal de una conversación: “a few remarks on silence […] acts a most essential part in conversation”. [2]
Así como un significante remite a otro en una semiosis ilimitada, también la oposición incesante entre significantes hace que las palabras se anulen unas a otras. Entre palabra y palabra, entre dicción y dicción hay siempre un espacio en blanco que marca la inter-dicción. “El parentesco etimológico entre ley (lex, legis) y leer (legere) no es accidental; ambos aspectos de la ley se cumplen en la operación de lectura: edicto y prohibición, lo dicho y la interdicción, palabra y silencio”. [3]
En efecto: hacia 1964 Lacan aseveraba que “el inconsciente muestra que el deseo está aferrado al interdicto”. [4] Once años después ampliaría su reflexión de un modo incontestable: “Freud ha hecho la observación de que quizá hay un decir que valga por no ser hasta aquí más que interdicto. Eso quiere decir dicho entre, entre líneas. Es lo que él ha llamado lo reprimido”. [5]
Uno de los propósitos del trabajo analítico es averiguar aquellos contenidos de pensamiento que permanecen ocultos, acallados, y que –no obstante, contra la voluntad y de todas las maneras posibles– se manifiestan. Entre otras cosas, el psicoanálisis es una práctica cuya técnica está a la caza del silencio ligado al goce.
Según Max Picard, el silencio “no encaja dentro del mundo de la utilidad y el provecho; el silencio simplemente es; no parece contener otra finalidad, no puede explotárselo […] es ‘improductivo’, y por ello mismo no vale nada. […] es sólo esto: sagrada inutilidad”. [6] Pero este trabajo diverge de punta a punta con esta aseveración. El silencio, como se verá, tiene para la práctica psicoanalítica una utilidad técnica innegable.
El silencio del analista es un medio estratégico de sustracción (un acto de retraimiento distinto a la táctica del callar), y causa antecedente de una palabra que busca enunciar lo que –estando articulado– es inarticulable: esto es, “que le désir soit articulé, c’est justement par là qu’il n’est pas articulable”. [7] Dicho de otra manera: el analista calla, y al hacerlo interviene e interpreta (dos de las modalidades tácticas en la dirección de una cura); la estrategia —causa consecuente de todos los callares– es el silencio mismo, que apunta al fin (entendido como finalidad y como término) de un análisis.
En una perspectiva radical, el analista “no cumple su función más que callándose”; [8] sentencia que excluye, necesariamente, a los cínicos y canallas que hacen del silencio una variante de la estafa. Y puesto que “toda afirmación es, antes que nada, una vasta serie de negaciones”, [9] cuando la situación analítica lo fuerce a hablar, el analista será exigido a buscar –según el decir de Flaubert– le mot juste (la palabra exacta), clave de la moderación enunciativa y temperada, de la formulación parca y la sobriedad emotiva, de la proferición concisa y mesurada.
El callar “es un silencio que trasciende la palabra, pero que emerge de la palabra misma. No es una negación de las palabras sino la realización más honda de sus posibilidades expresivas”. [10] Se alude aquí a una ausencia (la del silencio), presente en el decir; y a una palabra que, por ausente, forja el callar.
Si la lengua es un sistema de oposiciones, el silencio podría hacer las veces de elemento significante contrapuesto a la palabra. Decía Ferdinand de Saussure que no siempre “es necesario un signo material para expresar una idea; la lengua puede contentarse con la oposición de cierta cosa con nada”. [11] De ahí que Lisa Block proponga considerar al silencio como un “sintagma-cero” que por oponerse a un discurso adquiere un alto valor significativo: “el texto configura un cero, la cifra, la convención secreta que no es la nada sino el vacío […] etimológicamente cifra viene del árabe sifr (cero, vacío)”. [12] En este tenor, puede afirmarse que la “letra del inconsciente [es] cifra de la falta de voz”. [13] Solidario de esta perspectiva es el hecho de que el texto “se produce y se lee de tal manera que el autor [léase acá analizante] se ausenta de él a todos los niveles [pues] no existe otro tiempo que el de la enunciación, y todo texto está escrito eternamente aquí y ahora”. [14]
Un decir es entonces maderamen tendido entre el silencio (como querer decir), y el callar (como silencio cifrado). El callar funde el querer decir y el decir mismo: dicción y deseo amalgamados. Esa confluencia entre aspiración y deseo, dicción y palabra (que en su analizante debe propiciar el analista), está también presente en el callar de este último como intención de decir sofrenada.
Así, el callar (aleación de querer y de decir, especie de “querer-decir” retenido) propicia el despunte del deseo que habita al analizante cuyo discurso evidencia un “querer decir” algo más de lo que al fin dice, un sentido a descifrar marcado por la indecibilidad inherente a todo texto.
En cuestiones de lenguaje, dice Lacan, “se trata de una sucesión de ausencias y presencias, o más bien de la presencia sobre fondo de ausencia, de la ausencia constituida por el hecho de que una presencia puede existir. No hay ausencia en lo real”. [15] Y es que el significante mismo es el que introduce las nociones de ausencia y presencia. Así, el callar del analista acentúa su presencia (al tiempo que la desdibuja), porque pudiendo hablar no lo hace. La ausencia de su palabra, ocurre sobre un trasfondo de posibilidad: la de que esa palabra se presentifique; pero si calla, será para no ocluir la enunciación que por y para su escucha sucede. [16]
En cuanto al silencio que acontece en la situación analítica, apunta Lacan: “Me callo […] frustro al hablante. […] Si lo frustro, es que me pide algo. […] su demanda es intransitiva, no supone ningún objeto. Por supuesto su petición se despliega en el campo de una demanda implícita, aquella por la cual está ahí: la de curarlo, revelarlo a sí mismo”. [17]
La palabra, dice Heidegger, es técnica: porque la naturaleza responde al significante (en un efecto mágico); [18] porque lo real obedece a lo simbólico (cuando emerge la verdad); porque de la palabra adviene lo que no estaba. Pero el silencio de la escucha que es inherente a la práctica psicoanalítica, también es un proceder técnico: por preservar la neutralidad del analista; por obligar a que lo real se manifieste; por incitar a una producción (la de la palabra misma) que develará lo que no estaba en lugar alguno y que aparece por ese silencio propiciador.
“Toda verdadera escucha retiene su propio decir. […] Hay escucha en la medida en que hay pertenencia al mandato del silencio”. [19]¿Escucha de qué? De la palabra enunciada, sin duda, pero también de la palabra ocluida que, por ejemplo, todo síntoma entraña. Más aún, como formación de compromiso que manifiesta una pulsión, toda palabra es sintomática. Susceptible de ser descifrado por su carácter escritural, el síntoma “no es una significación, sino su relación con una estructura significante que lo determina. […] de ese girón (sic) de discurso, a falta de haber podido proferirlo con la garganta, cada uno de nosotros está condenado, para trazar su línea fatal, a hacerse su alfabeto vivo”. [20] Así, el síntoma se da a leer en el sujeto que lo padece. Deletrear el goce ahí inscrito es lo que el analista intenta hacer, descifrar ese jirón de discurso (corregida la errata) de la que Lacan habla; esto es, gajo arrancado al discurrir temporal, jirón de tiempo: ragtime.
En ocasiones, el silencio es el medio más adecuado para la lectura de un síntoma. Recuérdese aquel pasaje toral en el que la señora Emmy exige a un analista estupefacto, silencio: “Y hete aquí que me dice [narra Freud] con expresión de descontento, que no debo estarle preguntando siempre de dónde viene esto y estotro, sino dejarla contar lo que tiene para decirme”. [21] Es probable que ese preciso momento marque el descubrimiento de la utilidad del silencio en la técnica psicoanalítica.
Si “lo que el analista instituye como experiencia analítica […] es la histerización del discurso”, [22] puede inferirse que la palabra del analizante encuentra una posibilidad de despliegue confrontada al silencio del analista; silencio que a un tiempo vela y revela el deseo de éste: lo vela por cuanto al callar preserva el enigma sobre su deseo; [23] lo revela porque callando posibilita el suceder de lo que como analista desea: que haya análisis.
De ahí que este trabajo busque explicitar el fundamento técnico que subyace al callar en la práctica analítica y al silencio en psicoanálisis. Aquí no interesa “ese silencio que es el privilegio de las verdades no discutidas” al que Lacan alguna vez aludiera. [24] Se trata justamente de discernir y elucidar, de discutir y explicar, para así esclarecer un proceder técnico (y, por ende, ético) en extremo complejo, que nada tiene que ver con una convención a la que un psicoanalista simplemente se adhiere ignorando la racionalidad que sustenta su quehacer clínico.
Así, la imagen de un analista siempre silencioso no implica que las razones técnicas en las que tal silencio debiera fundarse estén en juego. He aquí un botón de muestra: cuenta Octave Mannoni que el silencio de Freud era común sólo en el tratamiento de ciertos pacientes: hacia 1922, James Strachey, John Rikman y Abraham Kardiner eran analizantes de Freud; los dos primeros preguntan a Kardiner si Freud era o no silencioso con él:
⎯Me he permitido pensar, dijo Rikman, que Freud habla con usted.
⎯Sí, respondió Kardiner.
⎯Pero, ¿cómo lo consigue?
⎯No lo sé muy bien, es extremadamente locuaz, ¿cómo es con usted?
⎯Jamás dice una palabra, hasta sospecho que duerme. [25]
En sesión de análisis, Kardiner mismo le contó esto a Freud, quien respondió “que en aquel momento soportaba mal a sus pacientes y que el trabajo terapéutico le aburría”. [26] Este episodio es relevante para los historiadores del movimiento psicoanalítico, dice Mannoni, porque Kardiner dedujo de ello “que el comportamiento silencioso de Freud respecto a esos estudiantes británicos dio lugar al nacimiento de la escuela inglesa, según la cual el analista no debe abrir la boca, sino para decir buenos días y hasta la vista”. [27] Mannoni llega a proponer otra razón del silencio de Freud (ajena, por cierto, a una perspectiva técnica): la molestia provocada por su prótesis mandibular y palatina.
Por escuchar, el analista ya interviene. Y de su silencio como de su callar debe hacerse cargo (condición que se robustece si decide hablar). Su silencio es un acto codificado que insta al analizante a ensayar (fantasmatizar) un posible desciframiento de ese rasgo del código. De manera que sólo cuando el silencio está comandado por preceptos técnicos, sortea el riesgo de ser arbitrario. Su fundamento, pues, está normado, legislado.
No se olvide que el psicoanalista es un fedatario por cuanto da fe de lo que le es dirigido. Su función no es complementar lo que escucha sino puntuar con el menor margen de invasión posible. El analista no opone su propio texto al del analizante, sólo posibilita la emergencia discursiva de quien consulta. En su callar o en su hablar sucinto, la función del analista es invariable: propiciar desde un repliegue silente el despliegue enunciativo del analizante hablando sólo para reintegrarlo al cauce de su propia locución.
Señálese también que el silencio (entendido como un proceder técnico) no siempre puede atribuirse a quien calla: en una intervención que se retiene hasta el momento en que debe ser aportada, hay un callar que (por aguantar la palabra aún-no dicha), revela una intención propiciatoria en el otro; ahí reside su fundamento técnico. Pero si el callar es simple y llanamente ausencia de palabra, es la escucha del analista la que acusa una condición distinta: atiende a la palabra que por él se emite sólo en la medida en que asiste a su proferición. Testificarla, tomar parte en ella (aun callando) requiere de algo más que estar silencioso durante la sesión analítica. Sólo un analista advertido del poder que el callar tiene puede transmitir un silencio convincente.
“No saldré del silencio […] como no sea en la esperanza de dar la palabra a otro encontrado en una ausencia de encuentro, a otro que ha guardado en mí la palabra silenciosa del enigma. Este silencio convoca a mi palabra: por la convocación, heme ahí movido a acudir al lugar mismo de donde ella me ha venido”. [28] Si esta cita correspondiera a la voz de un analista, convendría desmenuzarla letra a letra: se trata de no hablar para ceder la palabra al otro del (des)encuentro analítico cuyo silencio hace suponer un saber acallado. Como el silencio –según parece–fuerza a hablar, el analista concurre, no al lugar de la palabra sino a aquél del que ésta proviene: el silencio mismo.
Sucede a veces que “el analista vacile porque no sabe cómo se situará su voz, que revelará la posición de donde habla”, dice Zolty. [29] El silencio es su alternativa porque, como un proceder entre otros posibles, el analista declina colocarse en el lugar de quien comprende, sabe o está en posibilidad de juzgar.
Así las cosas, el analizante expresa su desazón, sus incertidumbres, las verbaliza. Y en este acto de habla está implicada una interrogación no necesariamente explícita: cómo remontar aquello que lo lleva a análisis: “el destinatario de una pregunta se halla en la obligación de responder, aunque sea confesando su incompetencia, de manera que el acto de habla que le ha sido dirigido crea para él, a su vez, en virtud de las leyes del discurso, una especie de ‘deber’ de hablar”. [30]
Pero el analista, destinatario de la formulación de ese sufrimiento, calla. De nada valen las peticiones del analizante: “me preguntaba si…”, “a veces no sé si…”; silencio. Todas las posibilidades hermenéuticas –según el estado que guarde la transferencia– serán desplegadas fantasmáticamente por quien consulta: “calla porque aprueba, calla porque desaprueba; calla y condesciende, calla y des-otorga”. Y el acuse de recibo es –las más de las veces– el silencio. Lo que no siempre se advierte es que el silencio mismo, como un acto de habla cualquiera, está sometido también a aquellas leyes del discurso que fuerzan a contestar. “Tiene el silencio, con todo, y si le damos tiempo, una virtud que aparentemente se le niega, la de obligar a hablar”. [31]
A finales del siglo ii ya preguntaba Clemente de Alejandría en su Excerpta Theodoti (78, 2): “¿Quiénes éramos, qué hemos venido a ser, dónde estábamos, dónde hemos venido a parar, hacia dónde nos precipitamos, de dónde hemos sido rescatados, qué nacimiento y qué renacimiento?”. [32] Estas preguntas que hacia el siglo xvii –el de ese gran silenciólogo que fue Baltasar Gracián– refrendaban toda su vigencia y que hoy día se formulan de múltiples maneras en cada proceso psicoanalítico, de ser ahí explicitadas, ¿qué respuesta merecerían de parte del interpelado?
Sabemos que el arco de la posible respuesta es tensado por la pregunta ya que de ésta “depende el tipo de respuesta. De hecho, es la pregunta la que ofrece el marco donde las respuestas tienen que inscribirse. Toda pregunta contiene ónticamente la respuesta y la condiciona de tal manera que toda respuesta no es más que la manifestación ontológica de la pregunta”. [33] Dice Wittgenstein: “Respecto a una pregunta que no puede expresarse, tampoco cabe expresar la pregunta. El enigma no existe. Si una pregunta puede siquiera formularse, también puede responderse”. [34]
Para decirlo de manera sucinta: se trata de “la pregunta por la que la ya habida respuesta se hace propia del sujeto que puede, por la pregunta, hacerla ya suya”. [35] Para Lacan, en todo diálogo “se trata de hacer decir por el interlocutor supuesto lo que motiva la pregunta misma del locutor, es decir, encarnar en el otro la respuesta que ya está ahí”. [36] Sin embargo, en el cuestionamiento sobre lo que el sujeto vive como límite pulsa una expectativa ulterior: la de toparse con una respuesta última que aniquile lo contingente. Sólo el silencio (o la pregunta devuelta, o la repetición textual de lo escuchado que no son sino formas encubiertas de callarse para que el otro se diga) es responsable: porque, como respuesta, ensancha el confín que la misma pregunta delinea y porque en lo tácito reconoce–ética mediante– que cualquier otra respuesta no puede ser sino vacua.
Cabe aquí precisar lo siguiente: en el caso de la pregunta formulada por el analizante y devuelta por el analista, se busca relanzar el proceso de la palabra en despliegue evitando su oclusión. Entiéndase este silencio trucado como una llamada discreta a reconocer que la pregunta condiciona –si se obtuviera– una respuesta inadecuada. La única pertinente, aquella que disolvería el desamparo que la causa, tendría que ser una respuesta de aquel orden –no eventual, no contingente– en el que la pregunta que la causa no podría ya formularse. Y si la adecuación entre pregunta y respuesta fuera posible, “cuando obtenemos la respuesta que esperábamos, ¿es de verdad una respuesta?”. [37]
El método budista del acallamiento de la pregunta es en algunos puntos interesante para la técnica analítica: Buda, más que callar, elimina la pregunta. No se trata en rigor de una respuesta silente sino del silencio como respuesta. No se calla (puesto que no ha hablado todavía); guarda silencio para que su no-respuesta evidencie que, en estricto, nada se le ha preguntado; no propone el silencio como solución a los cuestionamientos, sino como (di)solución de los mismos; obliga a entrever que, en el proceso de renunciar a la creaturabilidad, cualquier contestación es vacía porque las preguntas no tienen respuesta satisfactoria posible; si colmar el espacio que una pregunta instituye fuera factible, escapar a lo contingente también lo sería. La respuesta absoluta, la clave del misterio que haría inútil todo cuestionamiento, no es asequible a nuestra condición.
El retiro del santo “es el ademán externo de su silencio. […] El koan zen
–conoces el sonido de dos manos que dan palmas: ¿cuál es el sonido de una sola? – es un ejercicio de verdaderos principiantes en el abandono de la palabra”. [38] Según la doctrina budista, es la no correspondencia entre la pregunta (formulada desde la contingencia) y la respuesta que se pretende (incontingente, si así pudiera decirse) lo que autoriza a calificar a la primera como vacua, superflua y aun ininteligible por ignorarse la naturaleza misma de lo que se cuestiona.
Es por eso que más que proponer soluciones, Buda invitaba a la disolución del cuestionamiento, porque el yo que lo planteaba era causa de que éste fuera incorrecto, ilusorio. Lacan afirma que el yo (moi) “en ninguna circunstancia puede ser otra cosa que una función imaginaria”. [39]
En análisis puede haber preguntas impertinentes (comenzando por aquellas que –viniendo del analista–no tienen causa en el decir del analizante). Mas, de todas las respuestas posibles, las del analizante pudieran ser inoperantes mientras las del analista podrían ser improcedentes. No se trata de que el analizante plantee debidamente una pregunta tanto como de que el analista vele por la pertinencia de su respuesta. “Hay que sopesar cada palabra. Y ante todo ver si la palabra es sopesada cada vez en su peso total, que a menudo permanece secreto”. [40] Es por eso que al analista lo debería caracterizar la declaración sucinta y la circunspección locutiva, ponderada.
“La práctica del psicoanálisis está sostenida por la palabra del analista, aun y especialmente cuando éste calla”. [41] De tal manera que el analista no sólo debe callar sino acallar el ansia de respuestas que a él se enfila –y que por otro lado acucia– para propiciar la positivización del inconsciente en la palabra desplegada de quien le habla. Pero el analista también mitiga lo que en sí mismo bulle, pues “no se trata sólo de la operación de callar, sino de hacer callar en sí la agitación imaginaria y de crear un espacio de vacuidad […] Somos interpelados como psicoanalistas en el punto mismo en que debemos desempeñar la función de creadores de un espacio en que resonar sea posible”. [42]
De esta manera, el silencio “empuja a decir”, función esencial del quehacer analítico. El analista no ignora que al hablar vulnera su neutralidad en lo simbólico e interfiere con el análisis en curso al bloquear la circulación de la palabra. Se dice, y se dice bien que “lo que es verdaderamente esencial adviene pocas veces, repentinamente y en el silencio”. [43] Aunque también es cierto que el silencio como forma de neutralidad simbólica no debe ser una práctica invariable al punto de ser ya previsible; el analista dejaría de estar donde no se lo espera, si cuida en exceso el no mermar la fuerza de su neutralidad.
De esta neutralidad “a preservar” hablaba –sin mentarla como tal– Freud cuando sugería a sus colegas “que en tratamiento psicoanalítico tomen por modelo al cirujano que deja del lado todos sus afectos y aun su compasión humana”, adoptando la modestia expresada en la divisa de Ambroise Paré: “Yo curé sus heridas, Dios lo sanó”. [44] Cualquier vulneración de esta neutralidad del analista “corresponde, según una certera expresión de W. Stekel […] a un ‘punto ciego’ en su percepción analítica”. [45]
Y es que la palabra “neutralidad”, entendida como procedimiento técnico, sólo aparece en la obra freudiana un par de veces. En la primera ocasión, habla Freud de la atención flotante que permitiría al analista capturar “lo inconsciente del paciente con su propio inconsciente”, y de la neutralidad que asegura “resultados confiables” en un análisis; [46] en el segundo trabajo aludido, al juzgar lo infructuosa que sería la colaboración entre ocultistas y analistas, Freud advierte: “El analista tiene su campo de trabajo […]: lo inconsciente de la vida anímica. Si en el curso de su tarea quisiera estar al acecho de fenómenos ocultos, correría el riesgo de descuidar todo cuanto se halla más cercano. Ello le haría perder esa falta de cerrazón, esa neutralidad, esa desprevención que han constituido una pieza esencial de su armamento y dotación analíticos”. [47]
Acaso la idea de “armamento” pudiera sugerir que la neutralidad es una táctica (como regla de ejecución analítica). El sesgo técnico no es aquí, sin embargo, tan explícito como en la obra de Lacan, quien precisa: “Es a ese Otro más allá del otro al que el analista deja lugar por medio de la neutralidad con la cual se hace no ser ne-uter, ni el uno ni el otro de los dos que están allí, y si se calla, es para dejarle la palabra”. [48] Así, el analista debe neutralizar la tentación de operar como pantalla receptiva (que reforzaría lo imaginario) y responsiva (que satisfaría la demanda). Su meta es darle carne al semblante de la impasibilidad y la apatía, ninguneándose evitando ser otro para el analizante. [49]
La neutralidad pareciera entrañar una elección necesaria: acción o dicción. Pero el silencio muestra que esta disyuntiva es falsa: si callar (como forma de silencio posterior a la palabra) es un no-decir significando (una suspensión significativa del habla), la acción puede ser atributo de la palabra y del silencio por igual. El callar es un hacer que dice (acción y dicción a un tiempo). El callar es una forma de silencio elocuente, significante, en cuanto renuncia a un pronunciamiento. Si el callar permite prever una declaración (que puede o no producirse), el silencio se torna significativo por abrir la expectativa de su fractura: el callar delinea un horizonte de posibilidad sobre una palabra aún no enunciada pero previsible.
Antes que la palabra, es la escucha lo que el psicoanálisis privilegia. De ahí que el silencio del analista sea una exigencia ética. Y siendo el callar un acto, más allá del decir (del signar) hay un hacer (un señar). Así, en la palabra diferida del callar hay un signo, un gesto que seña: “Esto es lo propio de las señas. Son enigmáticas. Nos ‘señan’ el acuerdo. Nos ‘señan’ el rechazo. Nos ‘señan’ atrayéndonos hacia aquello desde lo cual, de improviso, se ‘portan’ hacia nosotros [El señar se emparenta así con el gesto, que es] recogimiento de un ‘portar’”. [50] De ahí la importancia de la palabra que el callar retiene: palabra no enunciada, sino postergada; no proferida, sino diferida. “Un pensador preferiría retener la palabra-por-decir (das zu-sagende), no con el fin de guardarla para sí mismo, sino, al contrario, para llevarla al encuentro de lo que es digno de pensar”. [51]
Iki es para los japoneses “la brisa del silencio del resplandeciente encantamiento”, siendo el encantamiento lo que arrebata, “lo que arrastra (Hinzükken) hacia el silencio. El señar (Der Wink) inherente al callar del analista sería, desde este punto de vista, en tanto enigma que produce un esclarecimiento, un sigilar que dilucida, un “mensaje de velamiento esclarecedor […] Es la creciente comprensión de lo intocable que el misterio del Decir nos vela”. [52] Ese “indeterminado que determina” del que habla Heidegger en otro contexto [53] es el silencio del callar.
Dice Jean-Paul Sartre: “callarse no es quedarse mudo, es resistirse a hablar y, por eso, hablar todavía”. [54] Podemos hablar de un argumentum a silentio (argumento sacado del silencio) o, más estrictamente, de un argumentum ex silentium (argumento a partir del silencio). Usada con propiedad, esta última expresión se refiere a aquella situación en la que “no se hace mención alguna […] de algo cuya mención se esperaría”, como es aquí el caso. [55] Más aún: “Hablamos incluso cuando no pronunciamos palabra alguna y cuando sólo escuchamos o leemos”. [56] El silencio habla en tanto enuncia un contenido. [57]
Pero quizá sea Wittgenstein el filósofo que con más rigor ha explorado las implicaciones del silencio; su obra cuestiona de punta a punta “si hay una relación verificable entre la palabra y el hecho. Lo que llamamos hecho pudiera ser acaso un velo tejido por el lenguaje para alejar al intelecto de la realidad. Wittgenstein obliga a preguntarnos si puede hablarse de la realidad, si el habla no será sólo una especie de regresión infinita, palabras pronunciadas a propósito de palabras”; [58] una suerte de puesta en abismo de reflejos lenguajeros.
El silencio es entonces una señal que se percibe, en el entendido de que señar es “el rasgo fundamental de toda palabra”. [59] Y es que aquí también se trata de una palabra… retenida. El enigma intrínseco al “señar” se magnifica cuando la palabra no es dicha; más precisamente, cuando la palabra es no dicha. Esto evoca lo que en el Tractatus logico-philosophicus postula Wittgenstein: que la filosofía “debe delimitar lo pensable y con ello lo impensable. Debe delimitar desde dentro lo impensable por medio de lo pensable”. [60] La filosofía, entonces, “significará lo indecible en la medida en que represente claramente lo decible”. [61]
En psicoanálisis, hay también y siempre un inefable; no hay experiencia analítica sin la pretensión de enunciar lo improferible. Lo que resiste a ser dicho no es –en rigor– lo indecible, sino lo suprimido, lo sojuzgado, lo reprimido. Lo indecible no pide ser dicho, no es (no será) inconsciente: es silencio cuyo atisbo es conjetura palabrera. Ahora bien, que no pueda decirse no quiere decir que no pueda mostrarse. Más aún, “lo que puede ser mostrado no puede ser dicho”, pues “lo inexpresable, ciertamente existe. Se muestra en lo místico”. [62]
“Wittgenstein encuentra el modo de decir una buena cantidad de cosas sobre aquello de lo que nada se puede decir”, razona Bertrand Russell en la introducción al Tractatus logico-philosophicus. [63] Lo mismo vale para el analista que debe encontrar la manera de evocar (en silencio, callando, o con brevísimas intervenciones) eso de lo que prácticamente no puede decirse nada.
Aún más, Wittgenstein puntualizó en sus Cartas a Ludwig von Ficker: “Mi trabajo consta de dos partes: la expuesta en él más todo lo que no he escrito. Y es esa segunda parte precisamente lo que es lo importante”. [64] Muy probablemente suceda algo parecido con un análisis que llega a un desenlace: en lectura retroactiva puede concluirse que lo más importante fue lo no dicho (pero no por sojuzgamiento, juicio de condena, represión, desmentida o forclusión, sino sencillamente por improferible).
Así, el método filosófico correcto consistiría en “no decir nada más de lo que se puede decir”. [65] Desde lo psicoanalítico, en cambio, se trataría de fracasar una y otra vez en el esfuerzo por articular lo inefable. La frustración reiterada por apalabrar lo insusceptible de advenir discurso no obsta, sin embargo, para que el analizante deduzca el sentido de su deseo (articulado en lo inconsciente y, empero, no articulable).
El lenguaje es una escalera que se debe tirar después de usarla, dice la penúltima proposición del Tractatus logico-philosophicus (6.54), en clara alusión a la imagen que a principios de siglo había hecho célebre Fritz Mauthner en sus estudios sobre el lenguaje; [66] la última proposición (7) asevera que la palabra es, a veces, impertinente: “De lo que no se puede hablar, hay que callar”. [67] Pero Adorno pregunta: si no es de eso, ¿de qué, entonces, vamos a hablar? Ciertamente: “Lo que Wittgenstein explica que sólo puede decirse lo que se puede decir con claridad, y que sobre lo demás hay que callarse […] es una simple vulgaridad porque pasa por alto justamente lo que le interesa a la filosofía: la paradoja de decir por medio del concepto lo que no se puede decir precisamente por medio de conceptos, decir lo indecible”. [68] Aún más: “La filosofía es el esfuerzo permanente e incluso desesperado de decir lo que no puede propiamente decirse”. [69]
Nasio afirma que el silencio “es toda una posición del analista” que también puede ejercerse en un decir que mantenga una “dimensión de reserva”. [70] El analista hace semblante “de lo que sería el objeto de la pulsión, es decir, la insatisfacción. Ésa es la función del analista, la de evocar al paciente, por su silencio, el hecho de que él representa el dolor [como si le dijera] yo represento lo indecible del dolor. [Y sin dejar de hacer, hace] sentir que continúa representando lo indecible de la voz, lo indecible del dolor”. [71]
De manera que, aun hablando, el analista puede resguardar su condición enigmática. Su silencio, desde este punto de vista, también puede subsistir en lo que articula. Y es que “el silencio del analista no es abdicación ni ausencia, y el silencio que él instaura no es un vacío, sino una ‘presencia otra en un silencio compartido’”. [72] Mas si el analista opta por el silencio fingido en el callar, éste debe serle favorable… a la cura (Sorge), causa final del psicoanálisis.
Se impone una pausa: el término Sorge, tan importante en la analítica existenciaria que en El ser y el tiempo trabaja Heidegger, define varias cosas a la vez: el “siempre ya haber sido” (pre-ser); la proyección de las posibilidades del ser-ahí (pre-ser-se) y la facultad de ser-en-(el)-mundo. Pre-ser-se-ya-en-el-mundo sería una definición posible de cura. El ser-ahí se entiende entonces como “siempre habiendo ya sido” cuyo proyecto existenciario implica ya la temporalidad. La existenciariedad provoca angustia (Angst) y el ser-ahí busca encontrarse a sí mismo preguntándose por lo que puede llegar a ser. La cura es entonces la preocupación (Besorgen) por sí mismo, en los dos sentidos que la frase permite. (Acaso sea más claro si se dice “preocupación de sí mismo”.) Se entiende así que los sentidos de esta voz implican el “cuidarse a sí mismo” tanto como el “cuidarse de sí mismo”. El “cuidado” expresa el ser del hombre y no puede tener lugar sino en el tiempo, del mismo modo que es de la temporalidad del hombre que el “cuidado” obtiene su sentido. [73]La voz francesa souci, para ilustrar lo anterior, significa “preocupación, ansia de sí mismo”. La inquietud es, entonces, de sí mismo y por uno mismo, como causa.
El silencio es una de las herramientas que el analista tiene para dirigir la cura. Su callar confronta al analizante con el insondable deseo del Otro que hace semblante del silencio eterno. El callar, bordeado de la palabra, remite a aquella otra palabra sin borde que es el silencio. “¿Qué lugar ocupo en el deseo del Otro?”, se pregunta el sujeto; “¿qué quiere de mí y cómo puedo posicionarme frente a ese deseo?”.
“El analista no se abandona al silencio, sino que se deja portar por él hasta la precipitación de un decir”. [74] Es por eso que una palabra inoportuna sólo tapona la enunciación del analizando. Si el analista no se deja portar por el silencio, como sugiere Zolty, corre el riesgo de creer que su saber no es sólo supuesto: “El inconsciente se cierra en efecto por el hecho de que el analista ‘ya no porta la palabra’, porque sabe ya o cree saber lo que ella tiene que decir. Así, si el analista habla al sujeto, que por lo demás sabe otro tanto, éste no puede reconocer en lo que él dice la verdad naciente de su palabra particular”. [75] Por lo demás, “portar la palabra” o dejarse “portar por el silencio” son expresiones que parecen sugerir un desplazamiento que busca advenir emplazamiento.
Y es que de su no saber y hasta de la ignorancia sobre su decir (no sobre su hacer, que sería impericia), emerge el silencio del analista. Parafraseando a Nasio, podríamos pensar que el analista, cuando calla, puede incluso no saber lo que calla, a condición de que sepa por qué resuelve no hablar.
Así, viniendo del analista, “se trata en ocasiones de un saber silencioso, mientras que en otras de un silencio ignorante”. [76] Aunque, en estricto, el silencio del analista sólo remite a un supuesto saber, y en todos los casos es ignorante.
Notas
[1] Una versión muy reducida del presente ensayo fue publicado en Armando Casas, Alberto Constante y Leticia Flores Farfán. Los (con)fines del arte. Reflexiones desde el cine, el psicoanálisis y la filosofía, México, UNAM, 2010, pp.93-106. Con ligeras variaciones, la presente versión fue recogida en: Alfonso Herrera. Silencio y psicoanálisis. Una retórica de lo inconsciente, Bloomington, Indianápolis, Palibrio, 2017, pp.17-42.
[2] Orlando Sabertash, Art of Conversation. Londres, James Walker, 1842, p. 39.
www.books.google.com/books?id=19dnJUwnN48C&printsec=frontcover&hl=es&source=gbs_ge_summary_r&cad=0#v=onepage&q&f=false
[3] Lisa Block de Behar, Una retórica del silencio. Buenos Aires, Siglo XXI, 1994, p. 205.
[4] Jacques Lacan, “Del Trieb de Freud y del deseo del psicoanalista”, en Escritos 2. México, Siglo XXI, 1999, p. 831.
[5] J. Lacan, El Seminario. Libro 22. RSI. Versión mimeografiada. Clase del 8 de abril de 1975.
[6] Max Picard, El mundo del silencio. Caracas, Monte Ávila, 1973, p. 14.
[7] J. Lacan, “Subversion du sujet et dialectique du désir dans l’inconscient freudien”, en Écrits. París, Seuil, 1966, p. 804. “[…] que el deseo sea articulado es precisamente la razón de que no sea articulable”. J. Lacan, “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”, Escritos 2, p. 784.
[8] Michel Silvestre, “Límites de la función paterna”, en Clínica bajo transferencia. Buenos Aires, Manantial, 2006, p. 21.
[9] L. Block de Behar, op. cit., p. 26.
[10] Jaime Alazraki, “Para una poética del silencio”, en Cuadernos Hispanoamericanos, núms. 343-345, 1979.
[11] Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general. México, Nuevomar, 1982, p. 126.
[12] L. Block de Behar, op. cit., p. 177.
[13] Jacqueline Moulin, “Un moroso silencio… un silencio de muerte”, en Juan David Nasio (ed.), El silencio en psicoanálisis. Buenos Aires, Amorrortu, 1999, p. 170.
[14] Roland Barthes, El susurro del lenguaje. Barcelona, Paidós, 1987, p. 68.
[15] J. Lacan, El Seminario. Libro 2. El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica. Buenos Aires, Paidós, 1983, p. 461.
[16] Muy distintas eran las cosas en los albores del psicoanálisis. Cuenta Freud que uno de sus opositores “llegó a gloriarse de tapar la boca a sus pacientes cuando empezaban a hablar de cosas sexuales”. Sigmund Freud, “Presentación autobiográfica”, en Obras completas, t. xx. Trad. de José L. Etcheverry. Buenos Aires, Amorrortu, 1986, p. 46. Sin dificultad, podríamos considerar que este opositor era un partidario natural de Ernst Schweninger quien el 5 de febrero de 1898, en una conferencia conjunta con el escritor Maximilian Harden, dijo “que envidiaba a los veterinarios porque sus pacientes no podían hablar”. Véase S. Freud, Cartas a Wilhelm Fliess (1887-1904). Buenos Aires, Amorrortu, 1986, p. 327.
[17] J. Lacan, “Más allá del principio de realidad”, en Escritos 1. México, Siglo XXI, 1999, p. 73.
[18] J. Lacan, “La ciencia y la verdad”, en op. cit., p. 849.
[19] Martin Heidegger, De camino al habla. Barcelona, Odós, 1987, p. 30.
[20] J. Lacan, “El psicoanálisis y su enseñanza”, en op.cit., p. 427.
[21] S. Freud, “Estudios sobre la histeria”, en op. cit., t. ii, p. 84.
[22] J. Lacan, El Seminario. Libro 17. El reverso del psicoanálisis. Buenos Aires, Paidós, 1992, p. 35.
[23] “El deseo del analista [es] una X”. J. Lacan, El Seminario. Libro 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Buenos Aires, Paidós, 1987, p. 282.
[24] J. Lacan, “La dirección de la cura y los principios de su poder”, en Escritos 2, p. 597.
[25] Octave Mannoni, “El juramento de Harpócrates”, en Tres al cuarto, núm. 2, 1993, p. 10.
[26] Idem.
[27] Idem. Octave Mannoni no especifica de qué fuente extrajo los testimonios transcritos.
[28] François-Daniel Villa, “El mutismo del niño autista. ¿Una promesa de silencio?”, en J. D. Nasio (ed.), op.cit., p. 181.
[29] Liliane Zolty, “El psicoanalista a la escucha del silencio”, en J. D. Nasio (ed.), op. cit., p. 196.
[30] Oswald Ducrot, Decir y no decir. Barcelona, Anagrama, 1982, p. 9.
[31] José Saramago, El evangelio según Jesucristo. México, Seix Barral, 1995, p. 230.
[32] Raimon Panikkar, El silencio del Buddha. Madrid, Siruela, 1996, p. 351, n. 5.
[33] Ibid., p. 268.
[34] Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus. Barcelona, Altaya, 1994, p. 181. (6.5)
[35] María Zambrano, El sueño creador. Madrid, Agilra, 1969, p. 42.
[36] J. Lacan, El Seminario. Libro 20. Aun. Buenos Aires, Paidós, 1975, p. 167.
[37] J. Lacan, El Seminario. Libro 2. El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, p. 356.
[38] George Steiner, Lenguaje y silencio. México, Gedisa, 1990, pp. 34-35.
[39] Ibid., p. 84.
[40] M. Heidegger, op. cit., p. 113.
[41] N. Braunstein, “Con-jugar el fantasma. (Los enunciados del analista)”, en N. Braunstein (ed.), La interpretación psicoanalítica. México, Trillas, 1988, p. 86.
[42] Solange Nobécourt, “Debate con Juan David Nasio y Jean-Pierre Dreyfuss”, en J. D. Nasio (ed.), op.cit., p. 198.
[43] M. Heidegger, op. cit., p. 43.
[44] S. Freud, “Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico”, en op. cit., t. xii, p. 115.
[45] Idem.
[46] S. Freud, “Dos artículos de enciclopedia: ‘Psicoanálisis’ y ‘Teoría de la libido’”, en op. cit., t. xviii, p. 235.
[47] S. Freud, “Psicoanálisis y telepatía”, en op. cit., p. 171. Nótese que la noción misma de telepatía entraña al silencio. Dice Lacan que Freud “se presta a este hijo perdido del pensamiento: que ella se comunica sin palabras”. J. Lacan, Psicoanálisis. Radiofonía & Televisión. Barcelona, Anagrama, 1980, p. 12.
[48] J. Lacan, “El psicoanálisis y su enseñanza”, en Escritos 1, p. 421. Neutralidad: del latín ne uter, “ni uno ni otro”, “ninguno de los dos”. Véase Vicente Blanco, Diccionario Latino-Español y Español-Latino. Madrid, Aguilar, 1968, p. 319. No es ocioso recordar que una de las últimas obras de Nicolás de Cusa se titula Tetralogus de Non Aliud (Tetrálogo sobre el No Otro).
[49] Debe señalarse que hay también otro nivel silente que opera en el transcurso de una cura relativo a una serie de hechos del lenguaje (no verbalizados) que el analista no explica: la ubicación de su consultorio, la disposición del mobiliario, la ausencia o presencia de imágenes, los colores elegidos, etcétera. Ese trasfondo material relativamente estable que se denomina “dispositivo” (escenario del llamado encuadre), no es –contra las apariencias– neutral; sin embargo, paradójicamente, constituye el soporte material en el que la neutralidad del analista se escenifica.
[505] M. Heidegger, op. cit., pp. 98 y 107.
[51] Ibid., p. 107.
[52] Ibid., pp. 128 y 134.
[53] Ibid., p. 102.
[54] L. Block de Behar, op. cit., p. 17.
[55] Víctor José Herrero Llorente, Diccionario de expresiones y frases latinas. Madrid, Gredos, 1995, p. 155.
[56] M. Heidegger, op. cit., p. 11.
[57] V. J. Herrero Llorente, op. cit., p. 18.
[58] G. Steiner, op. cit., pp. 44-45. Habría que distinguir en este pasaje de Steiner lo real de la realidad. Por supuesto que en función de la dimensión inefable inherente a lo real, puede hablarse de la realidad que es ese jirón articulable del indecible real.
[59] M. Heidegger, op. cit., p. 104.
[60] L. Wittgenstein, op.cit., p. 67. (4.114)
[61] Idem. (4.115)
[62] Ibid., pp. 67 (4.1212) y 183 (6.522).
[63] Ibid., p. 196.
[64] Allan Janik y Stephen Toulmin, La Viena de Wittgenstein. Madrid, Taurus, 1987, p. 243.
[65] L. Wittgenstein, op. cit., p. 183. (6.53)
[66] Cornelis A. van Peursen, Ludwig Wittgenstein. Buenos Aires, Carlos Lohlé, 1973, p. 24.
[67] L. Wittgenstein, op. cit., p. 182.
[68] Theodor Adorno, Terminología filosófica, t. i. Madrid, Taurus, 1976, p. 43.
[69] Ibid., p. 63. El intento de matematizar al psicoanálisis, ¿se relaciona indirectamente con la tentativa no de enseñar sino de transmitir con la menor cantidad de significantes posible?
[70] J. D. Nasio, “Presentación”, en J. D. Nasio (ed.), op. cit., p. 11.
[71] Ibid., pp. 114-115.
[72] Ibid., p. 194.
[73] Jordi Cortés Morató y Antonio Martínez-Riu, Diccionario de Filosofía. Barcelona, Herder, 1996. (Versión electrónica).
[74] Solange Nobécourt, “Debate con Juan David Nasio y Jean-Pierre Dreyfuss”, en J. D. Nasio (ed.), op. cit., p. 194.
[75] J. Lacan, “Variantes de la cura-tipo”, en op.cit., p. 345.
[76] O. Mannoni, “El juramento de Harpócrates”, en op.cit., p. 12. La máxima latina de Publilius Syrus: Taciturnitas stulto homini pro sapientia est (“En el hombre necio el silencio hace las veces de sabiduría”) se decanta por la primera posibilidad; uno de nuestros refranes castellanos, por la segunda: “El bobo, si es callado, por sesudo es reputado”. V. J. Herrero Llorente, op. cit., p. 450.