Breve historia del silencio [1]
Conviene ser políglota
para saber callar en siete idiomas.
José María Pemán
Entre los antiguos espartanos, la “comunicación oral directa, vigorosa, eficaz, sentenciosa, oracular y a menudo inapelable, sin margen para la réplica, estaba muy arraigada y hasta podría decirse que era natural”. [2] A esos griegos ancestrales se los llamaba laconios, gentilicio del que deriva laconismo.
La influencia de la brevilocuencia espartana en las escuelas cínica y estoica es evidente. Mas su influjo en el pensamiento pitagórico merece mención aparte: se sabe que los discípulos de Pitágoras (a quien llamaban “el maestro de la contención”), estaban obligados a un noviciado silente de cinco años, “para que con el largo silencio olvidasen lo que mal sabían, y oyéndole a él, aprendiesen lo que habían después de hablar, y de esa manera saliesen maestros”. [3]
Stromata, V, 11, 67, 3: Hoc sibi vult etiam Pythagorae quinque annorum silentium, quod praecipuit discipulis, ut scilicet, aversi a rebus sensibilibus, nuda mente Deum contemplarentur(“esto quiso también Pitágoras para sus discípulos cuando les prescribió cinco años de silencio a fin de que dando la espalda a las cosas sensibles con mente desnuda –pura– contemplaran a Dios”). [4] Recuérdese que el mismo Pitágoras quiso cifrar en una sola letra (Y) toda su filosofía del silencio; su docta letra desencadenó el paradójico símbolo del sustine et abstine. [5]
En sus Noches Áticas (I, IX) Aulo Gelio recogió “el método empleado por los pitagóricos de guardar silencio durante los primeros años, según sus capacidades. Silencio abierto, sin embargo, a la palabra de los maestros que convertía a sus discípulos en auditores y luego en hombres de palabra cauta para poder acceder sucesivamente al estudio de la ciencia y de la filosofía”. [6]
Las ventajas que el silencio entraña fueron también señaladas por Valerio Máximo quien afirmaba que si bien la palabra puede procurar bienes, el silencio siempre ofrece mayores garantías. De él es la frase: “Me he arrepentido a veces de haber hablado, nunca de haber callado”. [7]
Dice Plutarco en sus Moralia, que “de los dioses aprendemos el silencio y de los hombres la palabra”, pues es el silencio algo “profundo y reverente”. [8] Y recuerda que la escuela pitagórica enseñaba que el acceso pleno a la Divinidad venía dado por el silencio.
Recuérdese el peculiar sobrenombre del más grande de los filósofos escolásticos: Bos Mutus (“buey mudo”); “así llamaban a Santo Tomás de Aquino sus discípulos, aludiendo al talante silencioso y meditativo de aquél. Es conocida la afirmación de su maestro San Alberto Magno: ‘Sí, pero cuando este buey hable, sus mugidos se oirán en el mundo entero”. [9]
Basada en una obra de Marc Fumaroli, [10] dice Aurora Egido que “España se orientó al aticismo epigramático de Lipsio, siguiendo una vertiente senequista que se oponía a la retórica de Cicerón”. [11] Fumaroli (y Egido) mencionan a Lucio Aneo Séneca [12] pero es seguro que no olvidan a sus contemporáneos Publio Papinio Estacio y Marco Valerio Marcial, maestro de lo sucinto, autor de catorce libros con unos 1,500 epigramas y cuyo lema era Hominem pagina nostra sapit (“nuestro escrito sabe a humanidad”).
Justo Lipsio fue el renacentista que recogió una larguísima tradición enraizada en los autores mencionados. Para él, había que cultivar la condensación semántica y expresarla en simple brevedad. La perspicuitas [13] debía atravesar lo escrito sin sacrificar elegancia ni espontaneidad, diciendo mucho en poco espacio y siempre sugiriendo más que explicando. Con sus Cartas (1576), Lipsio marca el inicio del dominio de lo que llamamos “aticismo lacónico” del que abrevaría Baltasar Gracián. [14]
La otra gran influencia de Gracián fue Erasmo de Rotterdam, quien decía que la lengua era lo más empecible del hombre por contener todos los males aunque también todos los remedios según el uso que de ella se haga. Su obra remite “a una poética de la contención de la palabra y del silencio que, sin duda, dejó un rostro amplísimo en nuestras letras, sobre todo porque de ellas no sólo se deducen asuntos referidos a la retórica, sino a la ética del estilo”. [15]
En su Dialogus ciceronianus (1527), Erasmo atacó el que llamaba “estilo tuliano” (tan fustigado por Lipsio), y en su obra De copia meditó sobre la conveniencia de extender o abreviar un discurso según los propósitos del orador: docere, movere, delectare –esto es: “instruir”, “influir, promover, impresionar” o “deleitar, divertir, gustar”, respectivamente–. Para Erasmo, lo humano se definía menos por la razón que por la palabra, según argumenta en su Enquiridión, coincidiendo en esto con la crítica que Isócrates hizo a Platón. [16]
Al tratar de la breviloquentia que busca la concisión y el hablar lo indispensable sin el desbordamiento ciceroniano, Erasmo defendía la claridad. Abogó por la eliminación de lo superfluo pero se dio cuenta de que el uso de la concisión o de la abundancia estilística dependía del sujeto, de las circunstancias y la intención, abriendo así camino a un decoro que facilitaba la variación de estilos. [18]
“Todo hombre debe ser presto para escuchar y tardo para hablar”, dice Erasmo citando la Epístola a Santiago, que en otra parte reza: “La lengua es un miembro pequeño y se ufana de cosas grandes. Mirad qué fuego tan pequeño qué selva tan grande incendia. Y la lengua fuego es todo mundo de iniquidad. […] La lengua ninguno de los hombres es capaz de domarla: mal turbulento, rebosante de veneno mortífero”. [19]
De ahí la necesidad de una “lengua sujetada” tan opuesta a la “lengua desbocada” de los poetas barrocos, adictos al exceso. A la lengua hay que regirla, domarla con la razón, que es su rienda. Y es por estar asentada entre el cerebro y el corazón que con ambos órganos debe negociar para evitar la proliferación de los que Erasmo llama “lenguavientres”. [20]
Esta imagen fue llevada al extremo por Gracián, quien al hablar del secreto, compara la boca con un vientre que, en ayes, anda a punto del parto. [21] Ahí, “Gracián crea todo un simbolismo de la lengua y de la boca que termina por consolidarse cuando desarrolla la alegoría de la Verdad de parto con la barriga en la boca (III, 101), haciendo del hablar un alumbramiento imparable porque ‘¿quién podría detener la palabra concebida?’ (III, 105)”. [22]
De ahí que nunca sean pocas las prevenciones y las cautelas que deben considerarse antes de hablar cosa alguna: “bueno es el tesoro de la lengua templada y grande es la gracia de la lengua bien medida [porque] la lengua desatada tiene por padre el ocio y por madre la locura”; sólo el callar es “una escuela permanente de discreción”, dice Gracián. [23]
Gracián distingue el hablar del parlar, identificando elocuencia con sabiduría y parlería con locura (coincidiendo en esto con lo escrito por Luis Vives en Introducción a la sabiduría ), de modo que la cordura encuentra remanso en el silencio ponderado. En efecto: “El cuerdo huye de ser contradicho tanto como de contradecir: rápido en la censura, es lento en publicarla”. [24] Luciano, con sus sátiras menipeas, es el predecesor de ambos en la relación ética y estética que guardan palabra y silencio.
Con Gracián se trata, pues, de cultivar el “laconismo, el refrán, el emblema y todas las secuelas del conceptismo que procuran no engolfarse con elornatus”.[25] Lo encomiable de sus obras debe mucho al arte de enunciar mediante la contención, el silencio, la suspensión representada por la pausa en un discurso.
“Melancólico parece el silencio más al sabio nunca le pesó de [haber] callado”, dice Gracián en El Criticón (I, 331-2), [26] “porque lo que se calla puédese hablar después; pero lo que se habla no puede dejar de estar hablado. […] La palabra que salió de la boca es como la piedra que salió de la mano, que ya no podéis hacer que no vaya y haga daño”. [27]
Lo mismo que a Gracián, a Erasmo “le preocupaban los aspectos físicos de la lengua, desde su habilidad y pequeñez hasta su natural coexistencia con el gusto”. [28] En Noches Áticas, Aulo Gelio también habló de la lengua en su sentido físico: “la lengua no debe ser libre ni vaga. [De ahí que] la valla de los dientes ha sido interpuesta para refrenar la petulancia de las palabras, de modo que la temeridad en el hablar no sólo es cohibida por la custodia y vigilia del corazón, sino también es cercada por unos centinelas, por así decir, puestos en la boca”. 28 Y comentando una cita de M. Tulio Cicerón, Aulo Gelio recomienda no elogiar a quienes “derraman palabras sin cuidado alguno de juicio, con despreocupación grande y profunda”, así como vituperar “la abundancia de decir necia e inane”. [29]
El manual de deberes que rige para los jesuitas habla también de aquellas circunstancias que son necesarias para el bien hablar: en primer lugar saber de qué se va a hablar, habida cuenta de que, previendo excesos, la Naturaleza “guardó y escondió la lengua, no solamente con una puerta y cerradura, sino con dos, primero con los dientes y después con los labios: muro y antemuro puso a la lengua, no habiendo puesto a los oídos guarda ni cerradura alguna; para que por ahí entendamos la dificultad y recato que habemos de tener en el hablar, y la prontitud y facilidad en el oír”, [30] conforme a la recomendación del apóstol Santiago (I,19): “Sea todo hombre presto y fácil para oír; tardo para hablar”. [31]
Según estas concepciones, la lengua sería –por naturaleza– más propensa a la continencia que al rebosamiento, pero no se guarda tan bien lo que no corre peligro de extraviarse. Por otro lado, se habla aquí de un entendimiento (no de una comprensión) que el oído permite, nada despreciable en su aplicación al psicoanálisis.
Una imagen afín a lo anterior describe: de la lengua salen un par de venas, “una que va al corazón y otra al cerebro, donde ponen los filósofos el asiento del entendimiento […] lo que se ha de hablar ha de salir del corazón y regulado por la razón. Y así éste es el primer aviso que da San Agustín para hablar bien: La palabra, primero ha de ir a la lima que a la lengua; primero se ha de registrar allá dentro y limarse con la regla de la razón”. [32]
Recuérdese lo dicho por San Cipriano: “el hombre prudente y discreto ninguna palabra echa de la boca sin que primero la rumie muy bien en su corazón; porque de las palabras no bien pesadas ni pensadas se levantan las contiendas”. [33] Y –estableciendo un símil con el dinero: interesante también para el psicoanálisis por todo lo ligado a la culpa que se pacifica en el acto de pagar–, San Vicente recomendaba que nos debería costar tanto trabajo abrir la bolsa como abrir la boca, insinuando que puede salir tan caro hablar como pagar: “¡Qué despacio y con qué acuerdo abre el otro la bolsa, mirando primero muy bien si lo debe y cuánto debe! Pues de esa manera y con esa dificultad habéis de abrir la boca para hablar, mirando primero si debéis hablar, y lo que debéis hablar; y no habléis más palabras que las que debéis, como el otro no paga más de lo que debe”. [34]
Recapitulemos entonces que este culto a la brevedad, próxima al silencio, que de Séneca pasa a Marcial y a Estacio hasta llegar a Erasmo, Lipsio y Baltasar Gracián, está del lado de lo que la retórica clásica llama aticismo; es justamente esa virtud aforística la que Lacan pondera en Gracián, llegando incluso a contrastarlo con las sentencias de Nietzsche y las máximas de La Rochefoucauld. [35] En oposición está el asianismo heredado de la retórica de Cicerón, quien en su Orator enalteció las varietas del discurso.
Tenemos entonces una pareja de opuestos: aticismo y asianismo, brevitas y amplificatio. Y entre ambas, una tercera posibilidad: la de la máxima, instituida como género por La Rochefoucauld. Para Camus, la máxima es una ecuación (por eso, el orden de los elementos puede invertirse siempre en la máxima ideal). Barthes concuerda diciendo que en la máxima se trata de una estructura bipolar donde la equivalencia entre los términos es una comparación o una identidad. [36]
Pero si de preceptos ligados a lo parco se trata, Lacan prefiere sin ambages a Gracián sobre (“¡los pequeños!”, dice) Nietzsche y La Rochefoucauld. En relación al silencio que motiva este ensayo, señalemos al pasar que La Rochefoucauld “distinguía el silencio de elocuencia, el silencio de burla y el silencio de respeto”, [37] como aquel que dedica uno o dos minutos a la memoria de los muertos. “Mientras que Morvan de Bellegarde enumeraba no menos de ocho variedades: silencio prudente, artero, complaciente, burlón, ingenioso, estúpido, de aprobación y de desdén”. [38]
Brevitas, subtilitas, oscuritas, son las figuras que Gracián emplea en sus obras; esto es, precisión misteriosa, concisión sobria. [39] Res y verba(contenido y realización artística) que culminaron en una poética de lo silente, haciendo del laconismo una de las más importantes categorías del aticismo barroco.
Y es en relación a los beneficios de la prudencia, del callar y de la reticencia que a Gracián puede ligársele al tema de la práctica psicoanalítica. En efecto, que a Lacan se lo llamara “el Góngora del psicoanálisis”, [40] siendo quien refundó la técnica psicoanalítica mediante la práctica del silencio, y que Gracián fuera el maestro del aticismo en un siglo de rebosamiento palabrero, abre posibilidades de relación que aquí se intentan explorar. [41]
A la elocuencia desbordada, Gracián opone la mesura como virtus dicendi, privilegiando la preterición, la elipsis y la reticencia sobre el ornatus de la exultante y exaltada prosa en la que todo cabe, pues “la lengua desenfrenada no se detiene ni siquiera en esa parte oscura del día que los latinos llamaban ‘callamiento’”. [42] En ese aticismo epigramático del que habla Fumaroli se inscribe la acusada vocación silenciaria de Gracián; de ahí su gusto por hacer del paréntesis una declaración y, de la pausa, una discreta revelación. Y si para los griegos ser hombre está entramado al logos, para Gracián el silencio confirma el ser persona, pues –según reza la máxima latina– loqui ignorabit qui tacere nescit (“no sabrá hablar quien no sabe callar”).[43]
En toda la obra graciana se ilustran las metamorfosis del significante: éste “se cosifica, se animaliza, se humaniza, siguiendo un proceso vital que alcanza desde su gestación y parto hasta su desaparición y muerte. [Así] reina más en la Primera parte de El Criticón que en la Tercera en justa coherencia con el desarrollo […] y la contención verbal propia de los viejos. De ahí que al final de la vida quede así naturalmente homologada con el silencio absoluto”. [44] Tacere multis discitur vitae malis (“los muchos infortunios de la vida enseñan a callar”), dice Séneca; [45] y así como el “otoño va ganando en cautelas” asimismo “la palabra va cediendo todo su terreno al silencio, lo mismo que las palabras a las obras”.[46]
Sólo la palabra escrita podría sortear, dice Gracián, el silencio del olvido y de la muerte. Quevedo, en el soneto a la muerte de Paravicino, dice: “El que vivo enseñó, difunto muere, / y el silencio predica en él difunto”.[47] Lo mismo vale para Gracián quien a lo largo de su obra “desarrolló una fenomenología de la pausa y del intervalo”.[48]
La paremiología encomia desde siempre las virtudes de la palabra no proferida, lo mismo que advierte de las perfidias del aparentar: verbum oris, verbum mentis, decían los antiguos. La verdad es muda, afirmaba Gracián; y trilingüe la mentira. Un ejemplo: de uno “que no tenía palabra mala, adivinó que no tenía obra buena; y al que mucha miel en la boca, mucha hiel en la bolsa”. [49] Dice Luis Vives: “No sean tus palabras pregoneras de tu saber, ni muestres lo que sabes con hablar, mas tus obras sean tales que ellas de suyo lo declaren”. [50]
“Se cuenta del bienaventurado San Francisco, que dijo una vez a su compañero: Vamos a predicar. Y sale, y da una vuelta a la ciudad, y vuelve a casa. Dícele el compañero: Pues, Padre, ¿no predicamos? Ya, dice, habemos predicado. Aquella composición y modestia con que iba por las calles fue muy buen sermón”. [51]
En el caso de Gracián y de sus predecesores (Vives, el Brocense, Lipsio, Erasmo, Marcial, Estacio y Séneca, entre otros), no se cumple aquello de que “el aticismo presta sentenciosidad, elipsis, conceptos. Pero el ornatus se hace imprescindible y el asianismo surge”. [52] Por ejemplo: “En El Criticón, el Eco contesta: —¿El callar? –con —-Callemos”. [53]
Ahí, Gracián habla del silencio consustancial a la escritura, “acompasado por los silencios del lector y su colaboración activa en el proceso creador”. [54] En la Tercera parte, hay espacios en blanco destinados por Gracián al lector: “al que leyere”, dice.
“Frente al ruido vano de las palabras, la elocuencia ática significaba contención y medida, elogiando también el estilo templado de los lacedemonios que no se dejaban arrastrar por los excesos de la retórica”. [55] En efecto, los lacedemonios “desterraron a Ctesiphón por parlero” y “acataban a Hércules porque les daba más ejemplos de buen obrar que de bien hablar”. [56] El padre Rodríguez, en su manual para los jesuitas, refiere que “Carilo, varón principal y gran letrado entre los lacedemonios, siendo preguntado por qué causa Licurgo había dado tan pocas leyes a los lacedemonios, respondió: ‘Porque los que hablan poco, como ellos, tienen poca necesidad de leyes’”. [57]
Para Gracián, escaso y exótico es el callar en el mercado de lo humano; en El Criticón, paseando por la Feria del mundo Andrenio, Egenio y Critilo dan con un letrero que dice: “Aquí se vende lo mejor y lo peor; entraron dentro, hallaron que se vendían lenguas: para callar las mejores, para mordérselas, y que se pegaban al paladar. Un poco más adelante estaba un hombre señando que callasen, tan lejos de pregonar su mercancía.
—Pues de este modo, ¿cómo sabremos lo que vende?
—Sin duda, dijo Egenio, que vende el callar.” [58]
Interesante es también que el mercader del callar pregona su mercancía señando, como quiere Heidegger, el silencio.
Sigue el diálogo con una reflexión crítica acerca de ese callar que se oferta:
“–Mercadería es bien rara y bien importante –dijo Critilio. —Yo creí que se había acabado en el mundo, ésta la deben traer de Venecia, especialmente el secreto que acá no se coge–.
—¿Y quién le gasta?
—Eso estáse dicho –respondió Andrenio–, los anacoretas, los monjes (con e digo) porque ellos saben lo que vale y aprovecha–.” [59]
Este silencio, considerado como virtud, se atribuye a quienes de él se sirven para fines éticos. Pero hay otro silencio ligado a la mendacidad que Gracián distingue y denuncia:
Le hace decir a Critilo:
–“Que los que más lo usan [al silencio] no son los buenos, sino los malos. Los deshonestos callan, las adúlteras disimulan, los asesinos punto en boca, los ladrones entran con zapato de fieltro y así todos los malhechores.”
Eginio le replica:
“–Que ya está el mundo tan rematado que los que habrían de callar son los que más hablan y los que hacen gala de sus ruindades. […]
—Pues, señores, ¿quién compra?
—El que apaña piedras, el que hace y no dice… y Harpócrates a quien nadie reprende.” [60]
Critilo puntualiza entonces la enorme diferencia entre precio y valor cuando amor con amor se paga:
“–Sepamos el precio […] que quería comprar cantidad, que no sé si la hallaremos en otra parte.
—El precio del silencio –le respondieron–, es silencio también.
—¿Cómo puede ser? Si lo que se vende es callar, ¿la paga cómo ha de ser callar?
—Muy bien, que buen callar se paga con otro; éste calla porque aquél calle, y todos dicen: callar y callemos”. [61]
De ahí que en El Criticón se hable de “lenguas agujereadas, con flujo de palabras y cortedad de razones (III, 58) o lenguas de fuego, de aguachirle o de viento si en ellas resuenan mentiras, soplos y lisonjas (I, 224)”.[62]
El doble filo de la lengua
Dos armas son la lengua, y el espada,
que si las governamos qual conviene,
anda nuestra persona bien guardada,
y mil provechos su buen uso tiene…
Estas líneas de Emblemas morales (1610) de Sebastián de Covarrubias (contemporáneo de Gracián) expresan bien lo que éste encomió del silencio. También Hernando de Soto, en Emblemas, Moralizadas (1599) decía que virtud o defecto es el silencio según el uso que de él se haga. Para este autor, el emblema más afortunado del silencio es la cigüeña por ser un animal que nace sin lengua. [63] Otras representaciones simbólicas del mismo tenor son las de los ánsares y las grullas: Bernardo Pérez de Chinchón, en su libro La lengua de Erasmo nuevamente romançada por muy elegante estilo , cita a éste quien dice que debe avergonzarnos que algunos animales sepan más que los hombres. Por ejemplo, “entre las aves, las ánsares son tenidas por muy parleras […] pero ellas mesmas quando han de passar […] donde ay muchas águilas, atapan la garganta con el arena y traen una piedra en la boca. Y assí, callando passan de noche, y desque llegan a la mitad del monte echan la piedra; cuando están ya en salvo, echan también la arena de la garganta”. [64]
Erasmo comparaba a la lengua con una espada “que hiere del derecho y al través” [65] (que puede atravesar de parte a parte, como decía Cervantes) a quien no sepa maniobrar con ella o a la víctima de aquél que para zaherir la utilice. Es por eso que Gracián opina que hay que tener recelo de la palabra así como de su ausencia. La máxima latina es clara: Tacitae magis et ocultae inimicitiae timendae sunt quam indictae et opertae (“las enemistades calladas y ocultas son más temibles que las declaradas y abiertas”), dice Cicerón. [66]
Es así como Gracián demuestra que un discurso de corte anti-ciceroniano es tan elocuente como el que opta por la verborrea. (“El silencio es paradójico y navega entre la elocuencia y su negación”, dice Paolo Valesio.) [67] Es el de Gracián un estilo que hace del arte de la ocultación una ética.
Para el psicoanalista que de Gracián extrajera provecho, se trata de ser diestro en el arte de la prudencia según tres ejes (hechizos, por demás): el silencio, la ausencia y el semblante. El silencio supone la elocuencia del callar, el decir a medias para bien decir; la ausencia implica el disimulo de la presencia, la difuminación del estar; el semblante, por último, no es más que hacer las veces de “letosa”. Este término acuñado por Lacan designa el conjunto de objetos hechos para instar al deseo. [68] Parecer letosa (para-ser objeto de deseo) no es sino hacer semblante de a.
En suma, se trata de averiguar “cómo volverse letosa sin hacerse consumir […] cómo penetrar en cada cual y apoderarse de la verdad permaneciendo al mismo tiempo impenetrable […] cómo decir, por último, lo que debe ser dicho, en nombre de la verdad, pero que sin embargo no puede ser revelado como tal”. [69] Ser no-todo en el silencio (esto es, en el callar que subsigue a la palabra), en la ausencia (cadaverizándose) y en el semblante (pare-siendo muestra), esa es la función del analista.
Tres ejemplos de lo anterior son los siguientes: “Dejo entender más de lo que he dicho. La aproximación a lo real es estrecha. Y es por merodearlo, que el psicoanálisis se perfila”. [70] Doce años antes, Lacan había sido más conciso: “he logrado […] decir bastante sin decir demasiado”,[71] lo cual no obvia el riesgo señalado por Horacio en su escrito De arte poética (25-26): Brevis esse laboro, obscurus fio (“Me esfuerzo por ser breve y me hago oscuro”). [72]
En suma, Lacan insta –como Gracián– al hablar parco: Pauca e multis (“pocas cosas de muchas”),[73] porque entre el silencio y el callar media la prudencia que haría del análisis una “ética del bien decir”. “Todo templado y en su momento, bien adobado de dicta y sin los extremos del motejar”; [74] ¿no es esta una divisa pertinente para el quehacer analítico? [75]
Jacques-Alain Miller opuso en uno de sus seminarios la amplificación significante, propia de los analizandos, a la operación de reducción en la que se especializan los analistas. La elocuencia de los primeros (expresada con la fórmula retórica denominada copia dicendi, explica Miller), encuentra una invitación al aticismo en los segundos. Cuando la palabra se pone al servicio de la memoria, del acontecimiento, de la razón o del misterio se vertebra la amplificación significante. Por el contrario, la reductio del analista (vectorizada por la repetición, la convergencia y la evitación) jibariza el discurso que le es dirigido para arribar al tuétano del análisis mismo. [76]
1 Con el título “La tradición del laconismo”, este ensayo fue recogido en: Alfonso Herrera. Silencio y psicoanálisis. Una retórica de lo inconsciente, Bloomington, Indianápolis, Palibrio, 2017, pp.83-103.
2 César Fornis. «Laconismo frente a Retórica. Aforismo y brevilocuencia en el lenguaje espartano», en: Lógos y Arkhé. Discurso político y autoridad en la Grecia antigua, Buenos Aires, Miño y Dávila editores, 2012, p. 50.
3Alonso Rodríguez. Ejercicio de perfección y virtudes cristianas [1606], Madrid, Testimonio, 1965, p. 719.
4 Véase: Raimon Panikkar, El silencio del Buddha [1996], Madrid, Siruela, 1996, p. 353, n. 32
5 Aurora Egido. La rosa del silencio [1996], Madrid, Alianza, 1996, pp. 56 y 109 n. 24. Entiéndase sustine como “guardarse de responder” y abstine como “abstenerse, contenerse”. (Vicente Blanco, Diccionario Latino-Español y Español-Latino. Madrid, Aguilar, 1968, pp. 17 y 485). En psicoanálisis, la neutralidad del analista se expresa en su abstención. Laplanche y Pontalis, en cambio, hablan de “la abstinencia como principio y regla del analista”. (Jean Laplanche y Jean-Bertrand Pontalis, Diccionario de psicoanálisis. Barcelona, Labor, 1981, p. 3). Quizá el término “abstinencia” se aplique de manera adecuada en referencia al analizante.
6 A. Egido, op. cit., p. 56
7 Ibid., p. 35
8 Véase: Peter Burke. Hablar y callar [1993], Barcelona, Gedisa, 1996, p. 159.
9 Víctor José Herrero Llorente. Diccionario de expresiones y frases latinas [1995], Madrid, Gredos, 1995, p. 80.
10 Marc Fumaroli, L’ âge de l’éloquence. Rhèthorique et «res literaria» de la Renaissance au seuil de l’ époque classique [1980], Ginebra, Droz, 1980, pp. 33, 53 y 92.
11 A. Egido, op. cit., p. 17. Esta breve cita ilustra parte del decurso laconiano que a nuestra filosofía y literatura legara la cultura latina. Conviene pues desmenuzarla puesto que dichos efectos alcanzan también a toda práctica psicoanalítica que se despliegue en lengua romance.
12 Es importante no confundirlo con su padre, Marco Aneo Séneca, maestro de la elocuencia que mereció el sobrenombre “El retórico”, antípoda de la concisión tan apreciada por el hijo quien en sus Epístolas a Lucilio (105, 6) “había hablado de los provechos del callar ante los demás para así hablar mejor con uno mismo”. Ibid., p. 25.
13 “Perspicuitas, atis (perspicuus), f.: transparencia, claridad, nitidez.// evidencia”. V. Blanco, op. cit., p. 364.
14 Elena Cantarino. “Justo Lipsio en la Biblioteca de Lastanosa”, en: Centro Virtual Cervantes. cvc.cervantes.es/literatura/aiso/pdf/06/aiso_6_1_038.pdf
15 A. Egido, op. cit., p. 22.
16 Ibid., p. 23, n.18. En Gorgias [s. IV a.C.], Platón atacó a su vez a Isócrates; fue apoyado por el joven Aristóteles que, a raíz de tal defensa de su maestro, inició sus estudios sobre retórica que vertería en un libro sobre el tema. Véase “Isócrates” en Jordi Cortés Morató y Antonio Martínez-Riu. Diccionario de Filosofía [1996]. Barcelona, Herder, 1996. (Versión electrónica).
17 A. Egido, op. cit., p. 28, n. 31.
18 Sagrada Biblia. Trad. de José María Bover y Francisco Cantera Burgos. Madrid, BAC, 1961, p. 1965.
19 En un sentido fisiológico, también se les llama “silencios” a cada uno de los dos intervalos que separan los ruidos cardíacos, a saber: el primero o pequeño –que es corto y separa el primero del segundo ruido–, y segundo o mayor –que es largo y separa el segundo ruido del primero–
20 Véase “Verdad del parto” (Crisi III), en Baltasar Gracián. El discreto. El criticón. El héroe [1651/1653/1657], México, Porrúa, 1986, p. 274 y ss. Se hace referencia a este pasaje de Gracián en Jacques Lacan, El Seminario. Libro 17. El reverso del psicoanálisis. Buenos Aires, Paidós, 1992, p. 199.
21 A. Egido, op. cit., p. 51.
22 Ibid., pp. 32-33.
23 B. Gracián. Oráculo manual y arte de prudencia [1647], México, Planeta, 1996, p. 26.
24 A. Egido, op. cit., p. 49.
25 Ibid., p. 61.
26 A. Rodríguez, op. cit., p. 735. Esto recuerda que cuando Freud ingresó, en 1883, al Hospital General de Viena, pidió a Martha Bernays que le bordara tres banderines; uno de ellos con la recomendación de San Agustín: “Si tienes duda, absténte”. Sigmund Freud. Cartas de amor [1882-1886], México, Ediciones Coyoacán, 1995, p. 8.
27 A. Egido, op. cit., p. 23.
28 Aulo Gelio. Noches Áticas [s.II d.C.], México, UNAM, 2000, p. 78.
29 Ibid., pp. 78 y 79.
30 A. Rodríguez, op. cit., p. 729.
31 Sagrada Biblia, op.cit., p. 1450.
32 A. Rodríguez, op. cit., pp. 729-730.
33 Idem. No confundir a este San Cipriano con el gran hechicero homónimo.
34 Idem.
35 En el entendido de que la reformulación de un aforismo, proverbio o refrán de la antigüedad resulta en una máxima.
36 Marc Cheymol. Máximas francesas [1987], México, Offset, 1987, pp. 9 y ss.
37 P. Burke, op. cit., p. 161.
38 Idem.
39 Brevitas, atis (brevis), brevedad, escasa duración, pequeñez.
Subtilitas, atis (subtilis), finura, delicadeza // sutileza, sagacidad. // exactitud. // precisión, sobriedad. Obscuritas, atis, (obscururs): obscuridad // —naturae, misterios de la naturaleza. V. Blanco, op. cit., pp. 67, 477 y 329, respectivamente.
40 J. Lacan.“Situación del psicoanálisis y formación del psicoanalista en 1956”, en Escritos 1 [1966], México, Siglo XXI, 1999, p. 448.
41 Es esta una tímida tentativa de intermimotexto referido a Lacan. Véase Lauro Zavala. “Elementos para un análisis de la intertextualidad” [1996], en La Colmena, núm. 9, 1996, p. 9.
42 A. Egido, op. cit., p. 26.
43 V. J. Herrero Llorente, op. cit., p. 244.
44 A. Egido, op. cit., p. 51.
45 V. J. Herrero Llorente, op. cit., pp. 448-449.
46 A. Egido, op. cit., pp. 50 y 52.
47 Ibid., p. 64, n. 35.
48 Idem.
49Ibid., p. 54.
50Ibid., p. 55.
51 A. Rodríguez, op. cit., p. 705
52 A. Egido, op. cit., p. 38.
53 Ibid., p. 56.
54 Idem.
55 Ibid., p. 25.
56 Idem.
57 A. Rodríguez, op. cit., p. 724.
58 B. Gracián. El discreto [1646], El criticón [1651/1653/1657], El héroe [1637], p. 143.
59 Idem.
60 Idem.
61 Idem.
62 Ibid., p. 144. De lo que puede concluirse que algunos tienen paladar (pues saben lo que aprovecha el callar) mientras otros tienen pa-ladrar.
63 A. Egido, op. cit., p. 51.
64 Ibid., p. 65, n. 37.
65 Ibid., p. 28.
66Ibid., p. 31.
67 V. J. Herrero Llorente, op. cit., p. 450.
68 A. Egido, op. cit., p. 49, n. 2.
69 J. Lacan. El Seminario. Libro 17. El reverso del psicoanálisis [1969-1970], pp. 161-176 y 195-208.
70 Serge André. “Ser un santo”, en Marie-Pierre de Cossé Brissac, Roland Dumas y Françoise Giroud, ¿Conoce usted a Lacan? [1992], Barcelona, Paidós, 1995, p. 158.
71 J. Lacan. Psicoanálisis. Radiofonía & Televisión, Barcelona, Anagrama, 1980, p. 53.
72 J. Lacan. “La dirección de la cura y los principios de su poder”, en Escritos 2, México, Siglo XXI, 1999, p. 578.
73 V. J. Herrero Llorente, op. cit., p. 80. “Me esfuerzo en ser conciso y oscuro me vuelvo”, dice otra traducción; Horacio. Sátiras. Epístolas. Arte poética, Barcelona, Gredos, 2008, p. 385.
74 Ibid., p. 339.
75 A. Egido, op. cit., p. 28.
76 Para abundar en las posibles correspondencias entre el psicoanálisis (como “ética del bien decir”) y la retórica, recuérdese que Quintiliano la definía como “la ciencia de bien decir”. Marco Fabio Quintiliano, Instituciones Oratorias [s.I, d.C.], Madrid, Imprenta de la Administración del Real Arbitrio de Beneficencia (1799), 2014, p. 121. (Edición facsimilar).
77 Jacques-Alain Miller. El partenaire-síntoma [1997-1998], Buenos Aires, Paidós, 2008, pp. 333-341.