Un más allá originario

Un más allá originario [1]

Ver: https://youtu.be/8Are9dDbW24

Nuestro horizonte microcósmico encuentra su límite en 10-31 cm (longitud de Planck). Se cree que en ese último rincón del espacio micrológico no hay partículas físicas sino cuantos ubicuos. En sentido opuesto, el muro de la escala macroscósmica está a 1029 cm. Todo lo conocido y lo aún ignorado se aloja en esa vastedad. [2]

Hasta ahora, hay sesenta órdenes de magnitud entre ambos extremos del Uróboros cósmico que sigue expandiéndose, devorando trozos de mismidad cada vez más amplios.

El Uróboros (del griego oyrá, cola, borá, alimento) representa la unidad primordial que se disemina recreándose a sí misma, asimilando y reintegrando sus opuestos, autoaniquilándose para llevarse de regreso a la vida.

En el sarcófago de la pirámide de Unis (2300 a.C.) ya aparecía representado. Una de las cuatro alquimistas que pretendió la piedra filosofal

–Cleopatra de Alejandría– lo evoca en el tratado bizantino Chrysopoeia con una inscripción en griego que reza “todo es uno” (εν το παν, hen to pan).

El Uróboros expresa la dualidad, lo consciente y lo inconsciente, el eterno retorno en ciclos que concluyen y recomienzan sin pausa.

Más allá del principio de placer 

Freud analiza en su escrito antípodas convergentes: por un lado evoca el principio de inercia neuronal, el principio de constancia, el principio de Nirvana y el principio de placer; por otro, postula un más allá de esos principios. La palabra Uróboros contiene el prefijo Ur que alude a lo arcaico, lo primigenio, presente en las categorías freudianas de Urvater (el padre originario), Urverdrängung (la represión originaria). La conjetura que aquí propongo, apoyado en el texto de Freud que hoy celebramos, es que ese más allá es originario. Daré 4 ejemplos clínicos al respecto.

Primer ejemplo

El desamor

Que en una relación amorosa no se encuentre lo que uno esperaba, es lógico. Partiendo de una ilusión necesaria que desembocará en la decepción, atribuimos al otro el poder de complementarnos para –al fin–reintegrar lo que nos falta.

Pero no encontrar lo que se esperaba es distinto a encontrar lo que no se esperaba: lo primero supone una promesa que será desmentida; lo segundo implica la angustia sin orillas de topar con algo que no habíamos calculado. Se trata de la angustia que “protege contra el terror”, según dice Freud en el escrito que estamos analizando. [3]

En el camino que va del enamoramiento al desamor, se transitan todas las fases descritas: creyendo topar con lo mejor que podía suceder, el encuentro con lo (desde siempre) esperado se vive como el cruce con lo inesperado. La decepción, larvada en la ilusión del comienzo, va del “esto no es lo que esperaba” a “esto es lo que no esperaba”. La ilusión deviene entonces ominosa: “he aquí lo peor que podría haber sucedido”, nos decimos.

Pero, ¿se percibe con suficiente claridad que un gran número de vínculos amorosos terminan por las mismas razones que propiciaron que la pareja se formara? Dicho de otra manera: en las condiciones de amor está el germen de lo que luego será causal de ruptura. Transitamos así del “no puedo quitarle los ojos de encima” al “¿pero qué le vi?”. [4] Se olvida con demasiada frecuencia que la transmutación de lo visto sólo tiene causa en quien observa, porque las cosas no son como son, sino como las vemos. Para ser más preciso: las cosas son como las miramos (ya que el psicoanálisis hace una diferencia entre lo que se ve desde el plano consciente, y lo que se mira desde el plano de lo inconsciente).

En cualquier caso, nos enamoramos tomando al otro por lo que no es para luego sorprendernos al “descubrir” que en realidad es lo que fue siempre. De ahí que encajemos mal el supuesto engaño, y peor aún el desengaño. No encontrarse con lo que se esperaba está ligado al engaño. Pero encontrar lo que no se esperaba tiene un efecto distinto: el desengaño.

Un ejemplo: si descubres que tu pareja tiene con otra persona una relación paralela a la que mantiene contigo, ¿se trata de un engaño o de un desengaño? Quizá de lo segundo porque, hasta ese momento, en el engaño vivías. Pero… ¿no decías querer una pareja? Pues en el desengaño mismo la tienes. Así es como acabas siendo tercero entre los implicados, el excluido y perjudicado. Pero has conseguido una pareja, de eso no hay duda.

¿Es esto sólo un juego de palabras? Es algo más complejo: se trata de distinguir lo se quiere de lo que se desea. Porque, quizá, en lo consciente se quiera un(a) compañero(a) de ruta, mientras inconscientemente se desea triangular los vínculos. Se sabe, dice Freud, que hay sujetos para los que “toda relación humana lleva a idéntico desenlace”. Se trata del “eterno retorno de lo igual”. [5] Lo que le evoca la pregunta qué relación guarda la compulsión a la repetición con el principio de placer.

Si por “síntoma” se entiende el anudamiento de dos lógicas distintas y hasta excluyentes, al enamorarnos de este modo elegimos lo irremisiblemente distónico. En el ejemplo anterior, una vez que acontezca la ruptura, no se lamentará haber tomado un determinado camino, sino la determinación de haberlo obstruido antes de transitarlo.

Hay devoración de uno mismo (Uróboros) si obtienes lo que deseabas no queriéndolo, si tomas el desengaño por engaño, si lo que no esperabas coincide con lo esperado, si la decepción larva tu ilusión, si lo que no puedes dejar de ver acaba por cegarte.

***

Segundo ejemplo

La llaga infinita

La palabra sérpigo (del bajo latín serpere: reptar, arrastrarse, extenderse, propagarse) se defina así en los diccionarios: “Llaga que va cicatrizando por un lado y extendiéndose por el otro”.

En esta imagen de lo terrible, espacio y tiempo se corresponden pues el lapso que la herida pervive se corresponde con la longitud de la cicatriz que la persigue: una es la estela de la otra. El duelo, por ejemplo, sutura de a poco la pérdida mientras la úlcera del luto se extiende en el costado opuesto. La melancolía enllaga, tiñendo todo de ausencia.

Si para la medicina, idealmente, la salud es la verdad de un cuerpo, desde el psicoanálisis y en relación al cuerpo subjetivo –el de la anatomía psíquica– el pensamiento enferma al sujeto. Y si el síntoma es la verdad del sujeto, según Lacan, eso evidencia que en lo psíquico prevalece algo que nunca es adecuado: como si el pensamiento fuera una suerte de miasma psíquico.

Esto enlaza con la noción que Georges Canguilhem tenía del sentimiento normativo si se piensa la falla como elemento constitutivo de la vida. Y es que para Freud la cuestión central era insertar la anomalía en un proceso discursivo, apalabrar la falla; en suma, subjetivar el síntoma.

Puesto que todo síntoma remite a un funcionamiento que falla, disfunción es el término que tradicionalmente se evoca con la palabra síntoma. Lo que presupone que algo, el aparato psíquico por ejemplo, no está funcionando como se espera. (Pero, ¿cuál sería el funcionamiento óptimo de un aparato tal?) Sin embargo, desde la óptica de Lacan, el síntoma designa algo más que una disfunción al suponer que tal falla en el funcionamiento supuestamente normal produce la emergencia de una verdad, pues desde Freud interpretar un síntoma equivalía a descifrar la verdad ahí contenida.

Así, la perspectiva psicoanalítica, la verdad surge siempre en las formas sintomáticas, si entendemos por síntoma una alteración en lo real que desemboca en una amplia gama de estrategias subjetivas de defensa (suprimir, denegar, reprimir, renegar, forcluir, etc.). Todo retorno de lo reprimido implica el retorno de la verdad misma. Una vez que esta verdad es reconocida (así lo creía Freud en los inicios del psicoanálisis), el síntoma cede por ser una y la misma cosa que la verdad ya descifrada.

Ya avanzada la teoría psicoanalítica, Freud tuvo que reconocer que no siempre cedía el síntoma ante la interpretación. Forjó entonces una serie de conceptos (pulsión de muerte, resistencia, ganancia de la enfermedad, reacción terapéutica negativa, masoquismo primordial) para dar cuenta de esta persistencia sintomática.

Hoy día, no se considera más que el síntoma sea una disfunción: el síntoma devino un funcionamiento otro (tal como Canguilhem define la enfermedad, no en oposición a la salud –que sería la norma– sino como normalidad otra: “la enfermedad no es una variación en la dimensión de la salud; es una nueva dimensión de la vida”. [6] Así, el síntoma no irrumpe en lo real como falla sino que configura una versión otra de lo real. Es por eso que en ocasiones intentar curarlo es contraindicado: por ejemplo, si una toxicomanía apuntala la economía libidinal de un sujeto, sería un despropósito intentar eliminarla pues el síntoma lo es para aquel que lo reconoce como tal y no para el psicoanalista que la observa.

“Curar [recuerda Canguilhem] a pesar de los déficit, es algo que siempre es acompañado por pérdidas esenciales para el organismo y al mismo tiempo por la reaparición de un orden. A esto corresponde una nueva norma individual”. [7] Aún más, “no existe un hecho normal o patológico en sí. La anomalía o la mutación no son de por sí patológicas. Expresan otras posibles normas de vida. Si esas normas son inferiores, en cuanto a la estabilidad, fecundidad, variabilidad de la vida, con respecto a las normas específicas anteriores, se las denominará ‘patológicas’. Si esas normas se revelan, eventualmente, en el mismo medio ambiente como equivalentes o en otro medio ambiente como superiores, se las denominará ‘normales’. Su normalidad provendrá de su normatividad”. [8]

En absoluta concordancia con Canguilhem, la óptica psicoanalítica postula que un síntoma sólo es tal si quien lo padece lo significa así, como algo digno de queja. Un síntoma, por así decir, no existe si no se cree en él. Este carácter peculiar del síntoma abre una de sus vías de curación: disolver el síntoma consistiría en dejar de significarlo como falla, como disfunción. Esta variación significante resulta esencial para que el síntoma ceda, pues al designarlo como una función otra la anomalía sintomática desaparece. La terapéutica, entonces, sería eficaz en relación a una creencia más que en relación a la anomalía misma. Dicho de otra manera, la disfunción se manifestaba porque el sujeto le confería al síntoma una creencia signada por lo patológico, por lo anómalo.

En Inhibición, síntoma y angustia (1923), dio cuenta de esta posibilidad curativa que, de nuevo, evoca al Uróboros: si el yo incorpora al síntoma haciendo desaparecer su condición de extrañeza (si lo devora, por así decir), el síntoma es asimilado disolviéndose su carácter mórbido. Es lo que Lacan llamará posteriormente “identificación al síntoma”. [9]

Si todo lo recién dicho fuera un despropósito para pensar la noción de sérpigo, siempre será posible proceder según lo prescribe Teodorico Borgognoni en su Códice de Cyrurgia (1498), entendiendo “ana” por “a partes iguales”:

Se debe tratar aplicando un ungüento elaborado con incienso y alumbre, ana, enjundia de puerco viejo, arjén vivo y zumo de ajenjo, y si el serpigo estuviera muy extendido aplicar […] la loción de almendras picadas, altramuces, ana, simiente de rábanos, aristoloquia, eléboro negro, ana, dos dracmas y vinagre y si estuviera poco extendido bastaría con mojarlo con saliva de hombre en ayunas.

Y en caso de que el menjurge no funcionara, ya en la desesperación, recurriríamos de nuevo a la filosofía: los antiguos decían: no hay problema por grave que sea que no se resuelva con una falta de solución.

***

Tercer ejemplo:

El olvido

         Lo que la palabra olvido nombra, no existe. Cosa que no debe extrañarnos porque hay palabras, frases completas incluso, que no tienen correlato o correspondiente en lo real.

Decir “olvido” equivale a decir “el príncipe de Cádiz está loco”. Nada impide que un príncipe esté loco, incluso el de Cádiz… si existiese. Lo dicho tiene sentido pero sólo en relación a sí mismo, porque en la realidad nada responde a esa descripción. Con la palabra olvido sucede lo mismo. Al buscarla en el diccionario, los extravíos se multiplican: “dejar de guardar en la memoria”, “dejar de recordar”, “cesación de la memoria que se tenía”. Olvido es el nombre del príncipe de Cádiz… si existiera.

Freud estableció la relación entre la compulsión a la repetición y el olvido afirmando que en ocasiones un sujeto “no recuerda, en general, nada de lo olvidado y reprimido, sino que lo actúa. No lo reproduce como recuerdo, sino como acción; lo repite, sin saber, desde luego, que lo hace”. [10]

Si me fuera permitido decirlo, hay una evidente inconsistencia en este punto del argumento. Si lo que no se recuerda se actúa, la escenificación misma representa, muda, lo que pretende olvidarse. ¿Cómo podría actuarse algo que no se recuerda? Por el contrario: la acción es el recuerdo mismo, lo rememorado deviene acto. La escenificación no es sino memoria transmutada. Sólo aceptando que la repetición sustituye a un recuerdo, se entiende que alguien repita “todo cuanto desde las fuentes de su reprimido ya se ha abierto paso hasta su ser manifiesto”. Así, lo reprimido no se asocia al olvido sino a una anamnesis silente. En otra parte, Freud afirma que “sucede con particular frecuencia que se ‘recuerde’ algo que nunca pudo ser ‘olvidado’”. Y con más fuerza aún: “en el inconsciente, a nada puede ponerse fin, nada es pasado ni está olvidado”, dice Freud. [11]

Ya sabemos que en todo olvido hay una causa: la represión (Verdrängung), pero también una razón que no responde a la simple ausencia de recuerdo. Desde el punto de vista clínico, olvidar y recordar conforman un fenómeno compuesto cuyos elementos son indisociables: sintomáticamente, se “olvida” lo que se recuerda demasiado bien, por lo que el olvido, en estricto, nunca tiene lugar (en lo inconsciente nada está olvidado, dice Freud). De modo que hablar de olvido sólo designa la condición de un recuerdo que ha visto denegado su acceso a la conciencia.

En efecto, “el olvido no es con exactitud lo contrario del recuerdo: es el destino de un relato imposible del recuerdo […] el sujeto se sume en el olvido, en un cierto momento y no sin lucha, como consecuencia de no haber podido introducir el recuerdo en un texto. Así, confirma una relación dolorosa con su texto […] la perturbación de la memoria (anamnésica) es un desfallecimiento narrativo”. [12]

Un ejemplo claro de lo anterior se observa en los llamados recuerdos encubridores: para sortear lo inasimilable de un recuerdo, el sujeto produce un recuerdo “hechizo” (en ocasiones increíblemente nítido) que encubre lo reprimido. Si el olvido realmente hubiera tenido lugar no habría necesidad ni de reprimir ni de encubrir. Paradójicamente entonces, lo que se sofoca (adviniendo inconsciente) adquiere en ese momento una inalterable condición mnémica. Sustraída del tiempo (“Lo inconsciente es totalmente atemporal”, dice Freud), [13] la vivencia que querría olvidarse asegura –por reprimida– su eternidad.  

A nivel inconsciente “el olvido se destaca sobre el fondo de un inolvidable. Mejor: el olvidar es la manera más sintomática, es decir, la más auténtica –hasta tal punto el síntoma es, en psicoanálisis, vector de verdad–, que tiene un sujeto de poner en práctica lo que tiene de inolvidable. En efecto, se olvida de la manera más sintomática lo que tiene relación con lo inolvidable más existencial –lo más valioso y lo más inconfesable”. [14]

No en balde, enfatiza Assoun, Freud evoca a la ciudad eterna, Roma, para ilustrar la conservación en lo psíquico: “Desde que hemos superado el error de creer que el olvido, habitual en nosotros, implica una destrucción de la huella mnémica vale decir su aniquilamiento, nos inclinamos a suponer lo opuesto, a saber, que en la vida anímica no puede sepultarse nada de lo que una vez se formó, que todo se conserva de algún modo y puede ser traído a la luz de nuevo en circunstancias apropiadas”.[15] La estratificación en ruinas muestra la coexistencia de fases históricas diversas a la manera en que el aparato psíquico conserva superpuestas –e íntegras, en este caso– todas las vivencias de épocas anteriores: “la conservación del pasado en la vida anímica es más bien la regla que no una rara excepción”. [16]

Freud se refiere al olvido como “esa universal borradura de las impresiones, ese empalidecimiento de los recuerdos”. [17] Mas, honrando lo que él mismo demostró, es insostenible homologar borradura y olvido por cuanto el olvido designa lo que –lejos de ser borrado– se subraya con más fuerza. En efecto, lo aparentemente olvidado es lo que en el recuerdo permanece más vivo. Es por su virulencia (porque es inasimilable, indigerible) que el recuerdo permanece sustraído a la conciencia (no “olvidado”, sino elidido), conservando su eficacia. Lacan no deja espacio para duda alguna: “la amnesia de la represión es una de las formas más vivas de la memoria”. [18]

Si conciencia y memoria se excluyen, como dice Freud en la carta 52, eso no impide que la una conserve trazas de la otra. En el ensayo que hoy estamos analizando, Más allá del principio de placer, Freud postula que “la conciencia surge en reemplazo de la huella mnémica”. Y aunque conviniéramos en que la conciencia se caracteriza por no acusar una alteración permanente en sus procesos de excitación, se comprendería mejor la correspondencia entre conciencia y memoria desde el concepto de extimidad que desde la idea de una exclusión radical.

He aquí otra versión del Uróboros: lo que llamamos olvido en realidad es el más pertinaz de los recuerdos. Una memoria momentáneamente suspendida (no disuelta, no perdida) hace del llamado olvido su medio más eficaz de preservación.

A contramano, dicen que “recordar es volver a vivir”. Eliseo Alberto nos corrige: recordar es volver a mentir, porque “del lado del juicio, el error es un accidente posible pero, del lado de la memoria, la alteración se da por esencia”. [19]

Si recuerdo y mentira van juntos, ¿olvido y verdad también? No por haber olvidado es que se miente llenando una laguna mnemotécnica. Se miente porque no se puede hacer algo distinto. “No hay verdad […] que no mienta”, dice Lacan. [20] Hablar es fablar, fabular, faltar a la verdad. No porque la verdad (como el olvido o el príncipe de Cádiz) no exista.

A eso va uno a análisis: a hablar, fablar, fabular. Y, de hecho, el dispositivo analítico mismo es posible gracias a otro olvido: para que un analista ejerza de lleno su profesión debe olvidar lo que lo convirtió en analista. Olvidan el “acto del que han surgido. Pagan su estatuto, según Lacan, con el olvido de lo que les dio existencia”. [21] Y en cada sesión el analista debe olvidar asimismo lo que aprendió para actuar desde la docta ignorancia.

De este modo, “un psicoanálisis es sin duda una experiencia que consiste en construir una ficción […] pero al mismo tiempo, a continuación, es una experiencia que consiste en deshacer esa ficción”. [22] Se trata de lo que Lacan llamó las “verdades mentirosas”, muy diferentes del “mentir verdadero” del que hablaba el poeta Louis Aragon. [23] Por eso Lacan escribe Hystoria para hablar de la histerización del discurso recalcando que un psicoanálisis tiene estructura de ficción en una historia transferencial.

En general hay tres tipos de verdad: la verdad de la adecuación (Con la expresión Adaequatio rei et intellectus: la verdad consiste en la correspondencia entre la cosa conocida y el concepto producido por el intelecto; Aristóteles. Santo Tomás), la verdad de la revelación (religiosa), la verdad de la develación (Aletheia). Esta última verdad es la verdad que se des-vela, que se des-esconde, que se des-olvida. Para cada sujeto una verdad. De ahí el neologismo varidad.

Píndaro hace de la memoria un medio de alianza con uno mismo: conviértete en lo que eres. Es decir, hemos “olvidado” lo que somos y sería preciso recuperarnos; en esencia: reinstituirnos desde el recuerdo.

***

Cuarto ejemplo:

Reivindicar la contradicción

En una entrevista de 1998, Jacques Derrida declaraba: “lo que digo es contradictorio, pero no veo por qué tendría que renunciar a dicha contradicción. Vivo en esa contradicción, es incluso lo que permanece más vivo en mí; por consiguiente la declaro. Y añado que si hay que asumir alguna responsabilidad, que tomar alguna decisión, éstas han de ser tomadas a través de esta tensión contradictoria”.

Ir en contra de lo que se dice implica cosas varias pero eso no necesariamente significa desdecirse. Por el contrario, a veces lo antitético reafirma una posición. En la red circula un meme que reza: The only way out is to go all in. Si entrar de lleno es la única salida, la contradicción no consiste en oponer el adentro y el afuera sino en creer que entre ambos conceptos hay oposición.

Del modo más sucinto posible, Walt Whitman proclama: Me contradigo […] Contengo multitudes. Rafael Sánchez Ferlosio, recientemente fallecido, afirmaba: “No estoy de acuerdo con todo lo que he escrito en mi vida”. [24]

Freud decía con pesar: que luego de esfuerzos sobrehumanos, cada vez que llegaba a la cumbre de un argumento siempre había ahí la bandera que algún poeta había puesto antes. Vayamos más allá y no nos quedemos con Walt Whitman ni con Sánchez Ferlosio. Esta vez, más allá del novelista y del poeta está… un futbolista; el chileno Carlos Caszely (quien jugó contra Maradona, Pelé y Cruyff), y que con un desparpajo anticartesiano, en una entrevista donde le señalaban una contradicción flagrante, sorrajó: no tengo por qué estar de acuerdo con lo que pienso.

De esta aseveración “inferimos que nadie puede estar en armonía con su naturaleza […] Este es un modo de decir que está alejado de sí mismo, que le resulta problemático coincidir consigo mismo, que su esencia es no coincidir con su ser, que su para sí se aleja de su en sí […] Así pensaba Lacan la experiencia analítica como el acercamiento, por parte del sujeto, a este en sí”. [25] Así, lo que en mí hay de más familiar me es al mismo tiempo ajeno y extraño: se trata de la definición misma de lo ominoso. Lo inconsciente es eso: lo éxtimo.

Cuando enfatizamos, siguiendo a Freud, que lo inconsciente no conoce la contradicción, reconocemos al mismo tiempo que “lo inconsciente está hecho de la co-presencia de elementos lógicamente contradictorios”. [26] Sin embargo, la prevalencia de elementos lógicamente contradictorios en lo inconsciente no invalida que lo inconsciente no conoce la contradicción. Nos equivocaríamos al suponer que entonces la contradicción es inherente a la noción de lógica porque existe, en efecto, una lógica sin principio de contradicción, como nos recuerda Miller: “En la lógica matemática […] se estudian las llamadas lógicas no estándar [donde] se investiga lo que subsiste de lógica una vez que se puso el principio de contradicción entre paréntesis. La cuestión es saber si esta suspensión de la contradicción afecta o no el conjunto del sistema. Si lo afecta, se llama inconsistente; es decir, que no se puede demostrar allí todo y su contrario (en esta línea ] Lacan escribía en “Subversión del sujeto” que el Otro es inconsistente). Pero también esta inconsistencia puede afectar sólo una parte del sistema. De todos modos, es imposible analizar e interpretar sin tener relación con la inconsistencia”. [27]

Se trata de una especie de Glicht que en informática no se considera una falla del software sino una característica no prevista. Podríamos decir que Freud denunció el Glicht que en Descartes no estaba previsto.

Retomemos el tema de la inconsistencia y de la contradicción: para inferir la inconsistencia de un sistema deben destacarse “los puntos de fijación […] que aparecen organizando en torno de ellos la gravitación de los elementos que se repiten. La inconsistencia no pone reparos a la repetición. Por el contrario: la vuelve tanto más manifiesta cuanto que el sujeto pasa de nuevo por los mismo elementos y éstos reaparecen en su palabra [mas nótese ] que las contradicciones no se perciben de entrada, y que entre una proposición y su contraria hay una distancia, una separación, un lapso de tiempo que falta recorrer. Un sistema lógico puede perfectamente subsistir en su inconsistencia el tiempo necesario para ser percibido. De cierto modo, esta inconsistencia misma está reprimida cuando se trata de lo que constituye el sistema de lo inconsciente. Se respeta el tiempo necesario para que esta inconsistencia se vuelva destacable [De hecho] habituarse a la disciplina de la inconsistencia es una de las llaves de lo que llamamos la formación del analista”. [28]

Freud ejemplifica lo contradictorio al señalar que la pulsión es un esfuerzo inherente a lo orgánico vivo de reproducir un estado anterior a la vida misma: en esta lógica, la civilización, leída como el efecto de las pulsiones de autoconservación, estarían también al servicio de la aniquilación puesto que se trtata, dice Freud, de “pulsiones parciales destinadas a asegurar el camino hacia la muerte”. [29] De tal modo que todo lo que se incline hacia el perfeccionamiento se ve reducido a ser reactivo, sublimatorio y sustitutivo (además de insuficiente) en relación a la pulsión de muerte. Los peligros de la técnica, analizados por tantos autores –Heidegger, el primero– le dan la razón. [30]

Hay Uróboros, por tanto, cuando lo progrediente no es más que la continuación –por otros medios- de lo regrediente.

Notas:

[1] Conferencia impartida en el Colegio Oficial de Psicólogos de Cataluña (COPC) el 15/abril/2021.

[2] V.: Carlos Chimal. Revista Letras Libres, México, 22 de enero del 2014.

[3] Sigmund Freud. Más allá del principio de placer (1920), Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1993, vol. XVIII, p.13.

[4] El I can´t take my eyes off you de Frankie Valli es muy otro a The Blower´s Daughter),  de Damien Rice.

[5] S. Freud. Más allá del principio de placer (1920), op.cit., pp. 21-22.

[6] George Canguilhem. Lo normal y lo patológico, México, Siglo XXI, 1978, p.141.

 Canguilhem le otorga a este aserto una dignidad filosófica: esta idea “con todo derecho podría justificarse apelando a la teoría bergsoniana del desorden. No hay desorden sino  sustitución de un orden esperado o deseado por otro orden que sólo cabe hacer o que sólo cabe sufrir” (Ibídem, p.147).

[7] Ibid., p.148.

[8] Ibid., p.108.

[9] Jacques-Alain Miller ha propuesto distinguir el síntoma–verdad (aquel que se manifiesta en el plano de lo simbólico y, por tanto, admite su disolución mediante el desciframiento del mensaje que porta), del síntoma–goce (que se despliega en el plano de lo real y que no cede ante la interpretación). El síntoma–verdad sería, junto con el lapsus, el chiste y el sueño, otra de las formaciones de lo inconsciente. El síntoma–goce, en cambio, sería un medio de la pulsión. (Lacan habló, por ejemplo, de voluntad de goce para designar lo propio de la estructura perversa.) Y es que si el síntoma–verdad está en el plano del significante es porque se le atribuye la propiedad de pedir ser dicho (leído, interpretado). En contraste, no es seguro que el síntoma–goce quiera decir algo, pues lo real no pide nada. Una diferencia importante que Miller establece entre el síntoma y el resto de las formaciones de lo inconsciente es relativa al tiempo. Mientras que el chiste, el sueño y el lapsus se manifiestan de modo fulgurante (al punto que Lacan las comparara con la forma en que lo inconsciente se deja ver), el síntoma persiste en el tiempo. (V. Jacques-Alain Miller et al., El psicoanalista y sus síntomas, Buenos Aires, Paidós, 1998, pp.13-40).

[10] S. Freud. Recordar, repetir y reelaborar (1914), Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1993, vol. XII, p.152.

[11] S. Freud. La interpretación de los sueños (1900[1899]), capítulo 7: “Sobre la psicología de los procesos oníricos”. D: “El despertar por el sueño. La función del sueño. El sueño de angustia”, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1993, vol. V, p.569.

[12] Paul-Laurent Assoun. Fundamentos del psicoanálisis, Buenos Aires, Prometeo, 2005, pp.156-157.

[13] S. Freud. Psicopatología de la vida cotidiana (1901), capítulo 12, “Determinismo, creencia en el azar y superstición. Puntos de vista”, F, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1993, vol. VI, p.266, n.64.

[14] P-L Assoun. Fundamentos del psicoanálisis, op.cit., p.160.

[15] S. Freud. El malestar en la cultura (1930[1929]), parte I, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1993, vol. XXI, pp.69-70.

[16] Ibid., p.72.

[17] S. Freud. “Estudios sobre la histeria” (1893-1895), en: op. cit., t. ii, p. 35.

[18] Jacques Lacan. “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis” (1953), en: Escritos 1 [1966], México, Siglo XXI, 2000, p.251.

[19] G. Canguilhem. Ideología y racionalidad en la historia de las ciencias de la vida [1977], Buenos Aires, Amorrortu, 2005, p.16.

[20] J. Lacan. “Prefacio a la edición inglesa del seminario XI”, en: Intervenciones y Textos 2, Buenos Aires, Manantial, 1988, p.59.

[21] J.-A. Miller, Sutilezas analíticas, Buenos Aires, Paidós, 2011, p.41.

[22] Ibíd., p.135.

[23] Ibíd., p.140 y ss.

[24] Entrevista con José Andrés Rojo, en: El País 4 de diciembre del 2017.      

[25] J.-A. Miller, Sutilezas analíticas, op. cit., p.35.

[26] Ibíd., p.67.  

[27] Ibídem

[28] Ibíd., pp-67-68.

[29] S. Freud. Más allá del principio de placer (1920), op.cit., p.39.    

[30] V. Martin Heidegger. “La pregunta por la técnica” (1953), en: Filosofía, ciencia y técnica, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1997.                                                                                                                                                

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